Fue encarcelada de manera injusta durante 8 meses, pero mientra estuvo en el penal montó un taller textil y creó una marca denominada «Ámate»
Sandra de los Santos / Aquínoticias
La vida cambia de un momento a otro se dice de manera frecuente y la frase suena a lugar común, hasta que sucede ese algo que cambia todo. Gina Vega Aguilar entendió el dicho hace 10 meses, el 29 de Junio del 2019, cuando fue detenida en San Cristóbal de las Casas mientras salía de su casa junto a sus hijos de 14 y 4 años.
Gina tiene 37 años de edad. Fue detenida en medio de diferentes arrestos que se hicieron en contra de notarios públicos en Chiapas. Ella no es notaria, ni abogada, es diseñadora textil. Pero, de lo que se le acusaba estaba relacionado con el trabajo de un notario. El delito del que se le imputaba era fraude específico de documentos, acceso ilícito a sistemas de información y asociación delictuosa.
El día que fue detenida la llevaron a la Fiscalía General del Estado y en ese momento se enteró que había una orden de aprehensión en su contra. Todo fue rápido. Medio alcanzó a entender que el delito tenía que ver con la venta de una casa y que la situación era en contra de su padre, que ya está muerto.
Cuando comenzó el día estaba en su casa con sus hijos y su pareja. Al terminarlo ya estaba en una celda del penal del Amate. Sin saber con certeza qué pasaba, cuándo iba a salir, ni siquiera tenía claro por qué estaba ahí.
«El día que me llevaron me sentía totalmente confundida y mi primera reacción fue de temor, miedo y angustia, no sabía que podía pasarme ni el tipo de personas que habrían y cómo había que actuar o vivir en un lugar como la cárcel».
La vida en el Amate
En Chiapas, «El Amate» no es solo un árbol frondoso común en la entidad también es el nombre del principal Centro de Readaptación Social (Cereso), que se encuentra ubicado en el municipio de Cintalapa. A ese lugar llegó Gina junto con su hermana Paulina el día que fueron detenidas.
El reclusorio femenil del Amate es diferente al de los hombres. Hay menos población, ahora son 113 mujeres. En el penal de mujeres no hay autogobierno contrario a lo que pasa en el de hombres, algo que nunca reconocerán las autoridades, a pesar de las denuncias constantes que existen al respecto. En la cárcel de hombres no les ponen candados a las celdas, hay wifi, se consume chicha y mariguana sin mucho problema; pero también por todo se paga. En cambio en el de las mujeres la situación es más estricta, pero las reclusas son tratadas de manera más igualitaria y sin que se tenga que pagar por ello.
Las celdas del reclusorio femenil miden, aproximadamente, cuatro metros de largo por cinco de ancho. El espacio es ocupado por cuatro mujeres, aunque hay algunas en donde hay menos. Adentro del lugar hay tres planchas, una litera, una taza de baño y una regadera «una puede adornar el lugar a su gusto» dice Gina. Cualquier idea preconcebida que se tenga sobre las cárceles, ella las desmitifica, aunque siempre aclara: «Lo digo desde lo que me tocó vivir y esa eso es lo que pasa en el Amate en particular, no sé cómo sea en otros lugares».
Cuenta la dinámica del penal desde el confinamiento en su casa por la propagación del virus del COVID19, salió hace dos meses. Estuvo un par de semanas disfrutando de nuevo su libertad cuando vino la cuarentena y tuvo que recluirse de nuevo. Pero, ahora, la situación es muy distinta. «Ahora siento que estoy de vacaciones. Tengo a mis hijos conmigo, hay internet, veo a mi mamá, es otra cosa, es muy loco porque yo salí libre y me fui al mar y después vine y ya entramos en cuarentena» dice y suelta la risa. Es curioso, pero nunca la he entrevistado en persona. Cuando estuvo en el penal fue por medio de cartas, y ahora, por teléfono.
Mientras conversamos interrumpe la plática porque llegaron a traer a su casa material para la clase de bordado que da en línea los viernes. Cuando regresa a la entrevista explica que decidió empezar a dar una clase de bordado y meditación en su página de Facebook todos los viernes a las 5:00 de la tarde. «Bordar es también una forma de meditar, una respira, se concentra, es un espacio en el que puede una dedicárselo a sí misma».
Gina se escucha contenta, se ríe de manera frecuente, cuando habla de sus meses en el Amate no lo hace desde la tristeza, sino desde la resiliencia. «Yo sé lo que significa estar encerrada y sé que lo más difícil también viene en el segundo mes, en el primero una piensa que pronto va a salir, pero después empieza a sentir que nunca va a salir de esa situación por eso empecé las clases de bordado, para que nos podamos acompañar y ayudar entre todas en este encierro».
-¿Así fue para ti? ¿El segundo mes fue el más difícil?
«El primer mes rentamos una televisión y nos llevaron la serie de LOST que es bien larga y yo nunca la había visto, entonces, no la pusimos a ver todo el día. Pero después ya vino la tristeza, el miedo. Yo no estoy acostumbrada a no hacer nada, entonces, me empecé a deprimir, solo era dormir».
«Ámate» la sacó de la tristeza
Llegó el día que se cansó de la tristeza y decidió empezar el proyecto Ámate, que consiste en bordar y hacer bolsas de manta con diseños propios que hacen referencia a los momentos felices que se pasan dentro del reclusorio. Dice que el penal a veces huele a tristeza, pero otras a alegría, y eso es lo que quería contar.
Para Gina iniciar un taller textil y una marca no era cosa nueva. Es diseñadora profesional. Se ha dedicado a bordar desde que tenía 7 años. Recorrió todo el estado para aprender de las artesanas textiles de las diferentes comunidades indígenas y creo su propio taller y marca, que se llama Nucú.
«Me puse a pegar cartelitos por donde sea en el penal que decían que se necesitaban mujeres creativas, que quisieran divertirse y estuvieron interesadas en ganar dinero. Empezamos en el taller siendo 7 y cuando yo salí ya éramos 20».
La primera vez que tocó de nuevo la máquina de coser dentro del Cereso fue como estar en casa. Las horas que estaba en el trabajo se olvidaba de lo que estaba atravesando, pero en la noche cuando le ponían candados a la celda la tristeza regresaba.
«A veces sentía que todo eso no tenía fin, y que me trataban como una delincuente cuando no hice nada, todo eso pensaba cuando quedaba sin cosas que hacer, en la noche cuando me encerraban con el candado. Yo trato de no trabarme en el mal viaje. Siempre trato darle más fuerza a las cosas positivas».
Gina pasó por todos los estados de ánimo que existen. Había días que reía a carcajadas y otras en las que lloraba hasta cansarse. En las situaciones difíciles salen a flote todos los sentimientos y también las habilidades.
El reclusorio femenil está dividido por módulos. En uno de ellos se encuentran las que están todavía en prisión preventiva, es decir no han sido sentenciadas, en los otros están las que ya tienen sentencia o que su proceso inició antes del 2016. La denuncia que llevó a Gina a la cárcel era del 2013 así que no pasó por el módulo de «las preventivas» y es algo que agradece. Es más fácil estar con quienes conocen la dinámica del penal.
Las mujeres que llevan tiempo en la cárcel es raro que participen en los talleres que tienen al interior. Algunas ya pasaron por todos, otras han perdido el interés o no tienen recursos para comprar los materiales. Al taller que montó Gina llegaron esas mujeres que ya llevan más de 10 años recluidas. Lograron conectar, aprender algo diferente.
«Les enseñé a bordar como le había enseñado a otras mujeres porque para mí no es algo nuevo, sé que cualquiera puede y que es una actividad que es muy relajante y reconfortante por eso sabía que les iba a gustar». No se equivocó.
La vida después del Amate
Durante los meses que estuvo en prisión, Gina escribía cartas públicas, hablaba de la dinámica del penal, de sus días de tristeza, pero también los de alegría. Fue fácil que muchas personas empatizaran con su situación.
Mientras ella libraba una batalla adentro, sus amigas y familiares tenían otra afuera. Hicieron público su caso, realizaron una marcha por la principal avenida de Tuxtla Gutiérrez. Tocaban una puerta y otra, intentaban conseguir recursos, se dedicaban a vender lo que producía la marca Ámate. No se cansaron.
El 18 de febrero del 2020, Gina alcanzó su libertad, aunque su proceso continúa. Salió de la prisión con una enorme sonrisa, una blusa blanca, un pantalón verde y una mochila que se había realizado en el taller que ella misma montó adentro del reclusorio. En esa bolsa llevaba cosas muy personales, su despensa se la dejó completa a su amiga Vicky, de quien aprendió mucho en los ocho meses de reclusión. Fue ella también la que se quedó encargada de continuar con el taller, que ahora está cerrado por la pandemia.
Hace una semana, Gina, regresó al Amate porque fue a entregar 113 despensas para todas las mujeres que están en reclusión. Su situación ha empeorado por la pandemia porque ahora no pueden recibir visitas. Las custodias tampoco pueden salir. Se está tratando de evitar que llegué el virus al reclusorio.
Dentro de la cárcel se entregan tres comidas diarias a cada una de las internas, pero es tan mala que la mayoría prefiere cocinar en su celda en las parrillas eléctricas. Comer lo que ofrecen allá adentro es casi que un pase directo a la enfermería. Por eso era tan importante para Gina entregar las despensas que pudo comprar porque hizo una colecta. Aunque lo que logró llevar les alcanzará para unas dos o tres semanas a lo mucho.
Cuando todo esto termine, dice la creadora de Ámate, podrá ir al menos cada 15 días para seguir con el taller.
Tiene planeado, durante la cuarentena, aprovechar para hacer en papel sus proyectos tanto Nucú como Ámate y continuar con sus clases de bordado en línea. «En el encierro también podemos hacer arte. Hacer arte libera. Dibujar, pintar, bordar, hacer un trabajo artístico cura, en el momento que te concentras en tu creación te olvidas de todo». Gina lo dice con tal convicción que no se puede más que creerle porque además a ella el arte la liberó de la prisión. Es posible que también sea el arte que haga salir a otras mujeres del confinamiento, a verlo con otros ojos. Los momentos más apocalípticos son más bien un génesis.