Ha muerto un hombre irrepetible: Pepe Mujica

Por José Luis Castillejos

Murió como vivió: sin estridencias, sin miedo, sin pedir nada. A los 89 años, José “Pepe” Mujica cerró los ojos en su chacra de Rincón del Cerro, rodeado por Lucía, sus perros y los árboles que él mismo plantó. No hubo discursos pomposos ni ceremonias de mármol. Hubo viento, campo y silencio.

El presidente Yamandú Orsi dijo que se fue “un presidente, un activista, un guía”. Pero en realidad, se fue un hombre irrepetible. Un tipo que nunca confundió sencillez con debilidad ni poder con arrogancia. Un vecino que saludaba sin apuro, que hablaba como si sembrara.

El cáncer de esófago que lo venía desgastando desde 2024 se le había extendido al hígado. En enero de 2025, dejó el tratamiento con una frase sencilla, casi campesina: “El guerrero tiene derecho a su descanso”. No hubo dramatismo, sólo aceptación. Como quien entiende que el cuerpo es un árbol que ya dio sombra.

Fue guerrillero tupamaro, prisionero durante trece años, presidente de la República Oriental del Uruguay entre 2010 y 2015. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario, la marihuana. Pero su legado no se mide en leyes: se mide en ejemplo. En la forma en que vivió con las puertas abiertas, el sueldo donado, la palabra exacta.

Manejaba un escarabajo viejo, dormía en una casa con goteras y se reía del protocolo. Pero cuando hablaba del dolor ajeno, el mundo escuchaba. No hablaba de amor, lo practicaba. En su mirada había compasión, pero también firmeza. No se doblegaba ni ante el poder ni ante el resentimiento.

Era la contradicción que el mundo moderno no tolera: un hombre de izquierda que amaba la libertad más que la ideología. Un exguerrillero que no odiaba. Un político que no robaba. Un presidente que no mintió. Un anciano que se atrevió a seguir siendo joven en sus ideas.

Si Benedetti lo hubiera escrito, lo habría retratado en una esquina montevideana, con boina y mate. Si Vargas Llosa lo hubiera descrito, lo haría con respeto, reconociendo su rara coherencia moral. Si Gabriela Mistral lo hubiera mirado, le habría dicho: “Hermano del alma, tú que entendiste la ternura como forma de rebeldía”.

Pepe no dejó herederos políticos, dejó huellas. No fundó un movimiento, sembró un estilo de vida. Sin estridencias. Sin cadenas. Sin discursos grandilocuentes. Tan solo sembrando justicia en la tierra, esperanza en la palabra, futuro en los ojos del pobre.

Su figura quedará tallada no en estatuas, sino en la memoria del sur que aún cree en la decencia como política, en la humildad como escudo, en la congruencia como bandera.

Hoy Uruguay no entierra a un expresidente. América Latina despide al último humanista de esta parte del mundo. Un hombre que no pidió nada, pero lo dio todo.

Descansa en paz, Pepe. Donde estés, seguro hay mate caliente, perros sin correa, un monte tranquilo… y la conciencia, al fin, en paz.

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