Hace unos días, caminé entre las pancartas y consignas de la marcha contra la gentrificación en la Ciudad de México. Los reclamos iban desde la legítima exigencia por el derecho a la vivienda hasta expresiones nacionalistas recriminando la presencia de ciudadanos extranjeros en la capital del país.
La experiencia urbana de la Ciudad de México permite observar con claridad cómo se ha consolidado la transformación de los espacios bajo dinámicas globales. En los últimos años, se ha fortalecido un modelo de ciudad orientado a la atracción de capital, particularmente turístico y digital, lo que ha tenido efectos visibles en zonas de alto valor patrimonial y simbólico, como la colonia Roma, Condesa o Juárez. Factores como la proliferación de plataformas de alquiler de corta estancia, la movilidad internacional de profesionales remotos y la liberalización del mercado inmobiliario han contribuido a una reconfiguración del uso del suelo, del perfil socioeconómico de los habitantes y del valor de la vivienda.
Este fenómeno, conocido como gentrificación, no se limita a la sustitución de residentes de menores ingresos por otros con mayor capacidad adquisitiva, también implica un cambio en la estructura económica de los barrios, en sus relaciones sociales y en su identidad cultural.
Aunque sus efectos varían según el contexto, se observa una tendencia general: el acceso a la vivienda se vuelve más restrictivo y se generan tensiones entre la población local y quienes recién llegan.
Lo preocupante es que este proceso no se detiene en las grandes ciudades, en Chiapas este fenómeno ya nos está alcanzando. San Cristóbal de las Casas, corazón cultural y espiritual del estado ya muestra señales de alerta. La vivienda ha dejado de ser accesible para muchas familias locales; las tiendas tradicionales y espacios comunitarios se reemplazan por cafeterías de diseño y comercios dirigidos al visitante extranjero. Así, una ciudad construida a partir de la memoria y la diversidad termina convertida en escenografía: su identidad se pone en vitrina, disponible para observarse, pero no para habitarse.
La gentrificación no sólo sube las rentas, desarraiga. Sustituye tianguis por concept stores, cambia el pozol por lattes, silencia la lengua originaria con reseñas en inglés. Y mientras eso ocurre, comunidades enteras se ven desplazadas, invisibilizadas o convertidas en atractivo turístico.
No se trata de rechazar al visitante. Se trata de preguntarnos a qué costo se está “poniendo de moda” nuestro país. Porque si no somos capaces de encauzar este proceso y armonizarlo con las necesidades y características de nuestras comunidades, corremos el riesgo de alterar nuestra identidad y pertenencia colectiva.
Ojalá no tengamos que marchar en Chiapas como ya se hace en la Ciudad de México, para darnos cuenta de que esto también nos está pasando.