La abuela, el cacique y la boda

Crónica de la mujer más grande de la comunidad, un enlace matrimonial modesto que florece entre los escombros y un liderazgo proverbial que pelea la ayuda humanitaria

Rafael Espinosa/Cortesía

[dropcap]—[/dropcap]Los que tengan perros, hagan favor de amarrarlos —se escucha a lo lejos, a través de un altavoz, en la comunidad Quintana Roo—; hoy viene el presidente.
Dicen que el día anterior, un funcionario público se disgustó por la pelea espontánea de unos perros que andaban sueltos en la calle. El funcionario volteó disgustado, mientras que los habitantes se miraron con cierta culpabilidad. Por eso hoy que viene el presidente de México instruyen que los perros estén amarrados.
Quintana Roo es una comunidad del municipio de Jiquipilas, Chiapas. Ubicada a una hora de la capital, Tuxtla Gutiérrez, al final de un camino de terracería con árboles y rancherías.
En sus ocho calles de ancho y unas 10 de largo, la mayoría de las chozas está hechas de paredes de adobe, tejas de barro, láminas y algunas de losa. No hay más calles pavimentadas, salvo las que están en derredor del parque.
Ahí, en esta comunidad, vive doña María Altagracia, la mujer más grande del ejido, quien a sus 107 años ha visto nacer a muchos y participado en las honras fúnebres de estos mismos y de otros. Es una de las fundadoras de esta pequeña colonia que hoy cuenta con una población de mil 600 habitantes.
Doña María Altagracia y su hija Angelita, de 75 años, viven en una casa de corredor largo, pilastras, macetas y pérgolas. Su patio es grande con gansos, patos y árboles.
Con extraordinaria lucidez, cuenta que hace ocho décadas había unas cuantas chozas humeantes al pie de árboles gigantescos y matorrales crecidos. Se caminaba horas y horas para llegar a los poblados, dice la señora de ojos bondadosos y fatigados.
Enviudó a los 20 años cuando tenía cuatro hijos. Su esposo, comisariado ejidal en ese entonces, fue asesinado en una trocha del ejido. Mucho tiempo después supo que el asesino fue don Audón Pimentel, de Vicente Guerrero, otra comunidad cercana.
Se levanta de la silla y regresa trabajosamente a su cuarto, en su andadera y sin ayuda de nadie. Esto ha sido su pasatiempo durante estos últimos años; ir al corredor y regresar a su cuarto. Doña Angelita dice que su madre casi siempre camina sola, pues a veces se pone de mal humor cuando la ayudan.
Regresa al corredor y se sienta nuevamente. Recuerda la amenaza que llegó a sus oídos, después de la muerte de su esposo.
—Si no te vas de aquí, también a ti te mataremos —. Ese mismo día agarró a sus cuatro hijos y se fue a la comunidad Álvaro Obregón; sin embargo, al poco tiempo regresó siguiendo a sus hijos que no se hallaron en otro lado más que en Quintana Roo.
El caso lo dejó en manos de Dios. Más tarde se enteraría que don Audón perdió un brazo en un altercado y después «murió como un perro en el monte», enfatiza. Fue el cotilleo de moda, en los tiempos en que los pobladores armados eran de pocas palabras.
Su mayor jaqueca es no escuchar lo que le dicen, por eso siempre repite ¿ah?, poniéndose la palma de la mano en el oído. A veces se pone triste porque tiene la impresión, dice, que de nada sirve tener tantos años encima, «sin tener a mamá, papá, o a los hermanos».
El día del terremoto, hace dos semanas, doña Altagracia estaba acostada en su cama. Por fortuna, uno de sus nietos que se encontraba de visita, la sacó cargando en los brazos, mientras la casa se sacudía. Doña Angelita estaba en el patio llorando y temblando de miedo.
Su hija de por sí es nerviosa, incluso, presenta síntomas de vitiligo alrededor de la boca por lo mismo. Ahora tampoco puede levantar el brazo derecho. «Ya ni mi mamá padece tantos achaques como yo», dice, esbozando una sonrisa y mirando de reojo a doña Altagracia. Ella es viuda desde hace un lustro; su esposo falleció por un problema en la próstata.
Doña Angelita quiere llevar a doña Altagracia al parque para que vea al presidente de la República, Enrique Peña Nieto. Se ha anunciado en la bocina de la comunidad que llegará este mediodía; sin embargo, su nieto le dice que es peligroso llevarla en silla de ruedas en medio de la muchedumbre.
Nada más la sacó a la puerta en su silla de ruedas y ahí juntas esperaron.
En el recorrido por las viviendas dañadas por el terremoto, Peña Nieto, los miembros de su gabinete más cercano y su comitiva de guaruras, pasaron por la casa de doña Altagracia. El presidente de México las saludó y platicó con ellas, poniéndole especial atención a los daños de su vivienda.
Más tarde, Peña Nieto, reunido con una multitud de campesinos, mujeres y niños, bajo la sombra del domo del parque, destacó el ejemplo de fortaleza, lucidez y ánimo de doña Altagracia, para salir adelante.
En la mañana hubo seis temblores, sumados a las más de 3 mil 500 réplicas y en la tarde, cuando el presidente de México terminó su discurso, cayó un chubasco que hizo correr despavoridos a los campesinos.

***
Cuando anunciaban por altavoz la llegada del presidente de México, a María Luisa la peinaban y maquillaban para su boda. Estaba sentada en una silla al pie de una ventana. Desde hacía dos meses, había planeado casarse en casa de su abuela, Ernestina, sin que remotamente imaginara que el temblor la desplomaría.
Desde temprano las máquinas comenzaron a recoger los escombros de la casa de la abuela, no tanto por el casamiento de María Luisa, sino porque a estas alturas y por instrucciones del gobierno, todas las viviendas con pérdida total deberían estar demolidas para la reconstrucción de las nuevas.
María Luisa tuvo que vestirse en la casa contigua de otro familiar. Una casa modesta y pintoresca, con un jardincito florido entre el corral de malla y la puerta principal. Con globos inflados en forma de arco y corazones de papel pegados en la pared, con las iniciales de los novios.
En la mañana, a la hora en que terminaban los preparativos de la boda, la comunidad estaba acordonada por la guardia presidencial y la policía local, sin que permitieran el acceso de vehículos. Por eso la jueza llegó extenuada y con las zapatillas empolvadas a oficiar la ceremonia nupcial.
Los soldados de la Marina y del Ejército Mexicano trabajaban en la demolición de distintas viviendas dañadas por el temblor, mientras que hombres y mujeres barrían el parque y la calle de la casa ejidal.
Cientos de campesinos de sombrero, venidos de rancherías y comunidades cercanas, buscaban la sombra de los árboles o comían la merienda que traían en sus morrales. Muchas mujeres se ponían alguna toalla sobre la cabeza para soportar los rayos del sol del mediodía.
Momentos antes de la boda, se escuchaba el ruido sonoro de los helicópteros oficiales que sobrevolaban la comunidad. Fue entonces cuando la jueza llegó caminando, media hora más tarde de lo acordado, pues la policía le impidió el paso de su vehículo.
El patio de la abuela es grande como casi todas las casas de la comunidad. Con árboles frutales, plantas de ornato, macetas, pozo artesiano, pérgolas, perros amarrados bajo un par de carretones, un horno de barro bajo una galera, monturas, arreos y yugo de bueyes.
En medio de este escenario campestre, hay un emparrado especial, con ramas de árboles, globos blancos, sillas de plástico para los invitados y la mesa principal, con un mantel blanco y un florero transparente con rosas rojas.
A esa hora había unos 30 invitados, incluyendo niños, los padres de los novios y los padrinos. De pronto, apareció la novia, más hermosa que nunca, con su vestido blanco. El novio, Jeremías, también apareció, sin más aliño que su pantalón negro y su camisa blanca. Se ven contentos, emocionados y enamorados.
La jueza comenzó el recital oficial frente a los contrayentes, mientras los camiones cargados de escombro transitaban en la calle, dejando una nube polvo y ruido que pasaban desapercibidos ante aquella burbuja ceremonial.
Cuando terminaron los aplausos comenzaron los abrazos. El grupo musical de tres integrantes, vestidos con sombrero y camisa de cuadros, tocó la diana bajo un árbol de mango. De entre los árboles y plantas de ornato, también apareció el mariachi entonando una canción de enamorados que arrancó lágrimas de los asistentes. Casi al mismo tiempo subieron los cohetes al cielo.
En el otro extremo de la comunidad bajaba el helicóptero presidencial.
A la boda llegaron más invitados, sumados unos 50 en total, que degustaron un exquisito pollo en mole. Los Vaqueros, llamado así el grupo musical, comenzó tandas de canciones, haciendo pausas alternadas con el mariachi, al tiempo en que la esposa estrechaba su cabeza en el pecho de su marido. Los niños jugaban librando las mesas y las sillas en el extenso patio.
Cuando el presidente de México se retiró de la comunidad a bordo de su helicóptero, el sol se enfilaba hacia el horizonte. En el parque quedaron cientos de envases de agua vacíos y se sentía el olor a tierra mojada a causa de un ligero chubasco.
En medio de aquel silencio descomunal, el retumbo de la fiesta llegaba a hasta el último rincón de Quintana Roo.
Los recién casados chiapanecos se conocieron en Punta de Mita, Nayarit, donde ella trabaja de ama de llaves y él en el área de mantenimiento de una empresa turística. Ella tenía el deseo de casarse en la casa de la abuela que colapsó con el terremoto. Allá, en aquel estado del norte, continuarán su nueva vida de casados.

***
En Quintana Roo la gente se mueve en bicicletas, carretas y motocicletas, sólo algunos en automóvil. Cinco camionetas de doble cabina transportan a la gente, cada hora, por 16 pesos, de la comunidad a la cabecera municipal, Jiquipilas, y viceversa.
Las casas tienen corrales que nadie se atreve a brincar y los habitantes tienen la seguridad de encontrar sus gallinas y patos en el patio, cuando regresan de algún mandado. Aquél intrépido que toma las cosas ajenas es descubierto en cualquier momento y sufre el escarnio público como si llevara la señal de Caín en la frente.
Con el terremoto, de las 348 viviendas dañadas 87 colapsaron al momento. También resultaron perjudicadas una escuela primaria, dos iglesias y un centro de salud, dice el comisario ejidal, Noé de Jesús Álvarez Vázquez.
Este sábado se encuentra muy atareado por la visita del presidente Peña y el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco. Aunado a esta calamidad, dice, se suman personas fracturadas por tejas y vigas que se desplomaron con el temblor de la tierra.
La mayoría de los campesinos se dedica a la siembra de maíz, cacahuate y tomate. Las familias se conocen entre sí, de tal modo que es difícil que alguien se quede sin enterarse de cuando algo no marcha bien.
Casi media comunidad habla en secreto sobre un hombre llamado Manolo. Un cacique que pasa desapercibido ante los ojos ajenos a la comunidad, acostumbrado a disimular su riqueza, vistiendo guaraches, morral y sombrero. Es el hombre más rico de Quintana Roo.
Dicen que cuando viene del rancho, su ganado atraviesa la comunidad y ocupa todo el ancho de la calle, de tal manera que la gente tiene que pegarse a las bardas y las casas para evitar ser atropellada.
Es un latifundista dueño de rancherías y propietario de unas 400 cabezas de ganado. Incluso, en las tardes, cuando los vecinos descansan sentados en sus banquetas, miran —más que con envidia, como un espectáculo— la interminable trashumancia.
Cuentan que tiene varias casas en la comunidad, concesiones de transporte público, camionetas nuevas, tractores, ranchos por doquier, entre otros muebles e inmuebles que lo hacen más que un potentado, un soberano sumiso con los desconocidos y soberbio y orgulloso con los comuneros.
Con su poder económico, dicen, explota a los campesinos con un salario de 80 pesos por una jornada de 12 horas de trabajo. Aún así pelea con los pobladores por una caja de despensa. Reclama la reconstrucción completa de su casa cuyas paredes presentaron fracturas. Se dice también que se siente líder y sus palabras pesan sobre el comisariado y en las decisiones de la comunidad.
Cuando el presidente de México visitó y se fue de la comunidad, el sábado 23 de septiembre, los soldados se dispusieron a entregar la ayuda humanitaria. Ahí, se le vio alegando el arreglo de su casa, pidiendo una despensa y metiéndose entre la multitud de campesinos que realmente necesita alimentos.
—¡Miralo! —dice sorprendida una señora, parada en la esquina—; ahí está don Manolo, pidiendo despensa. Sin gracia, con tanto dinero que tiene.
Cuando se fue el convoy, don Manolo, el hombre moreno de abdomen pronunciado, de sombrero y huaraches, se sentó en una poltrona frente al terreno desnudo donde algún día estuvo una de sus casas y que la demolieron para que el gobierno le construya otra.
Los perros estuvieron amarrados todo el día.
Al caer la noche, la comunidad de bombillos tenues descansa entre este valle extenso, para que mañana esté dispuesta a seguir luchando entre los escombros.

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