Siete personas migrantes que sobrevivieron a la volcadura del tráiler en el que viajaban rumbo a Puebla hablan sobre el accidente, su vida en Guatemala y sus temores del futuro
Sandra de los Santos / Aquínoticias
«La verdad, señito, es que tuvimos suerte porque no nos explicamos cómo es que salimos vivos de ahí. Yo me tuve que sacar a tres de encima para poder levantarme, estaba lleno de sangre y me revisaba para ver si la sangre era mía, pero yo podía caminar, no tenía casi nada, solo me dolía mucho el pecho. Tuvimos suerte» dice Selvin Lanusa Santos de 18 años de edad originario de Nueva Santa Rosa en San Marcos, Guatemala.
Lo interrumpe su compañero Carlos Roberto Franco Píneda de 17 años, quien también se recupera del accidente y dice: «No fue suerte, fue la misericordia de Dios que nos dejó vivos».
En medio de ambos está Keyli Vanessa Ambrosio Jiménez de 15 años de edad. Los escucha, y ella también habla de cómo le fue en el accidente del jueves 09 de diciembre en el kilómetro seis de la carretera Tuxtla Gutiérrez-Chiapa de Corzo, a la altura de la colonia El Refugio.
«Quedamos unos encimas de otros, tenía encima a una niña de siete años que tenía un gran hoyo en la cabeza» cuenta y todos los que están en el cuarto se acuerdan de ella y se empiezan a preguntar qué habrá sido de la pequeña que viajaba con su madre, quien también resultó herida. «Dios quiera que se haya salvado» dice alguien en el cuarto y todos los demás asienten.
Me preguntan cuántos muertos de manera oficial van y les digo que han informado que 55, que 49 fallecieron en el lugar del accidente y seis en los hospitales. Se quedan impactados. Selvin rompe el silencio y se dirige a Carlos Roberto: «Te dije que iban a llegar hasta 100 los muertos, es que tu no viste que atrás de la lámina más grande quedaron más».
En este cuarto, de unos tres por siete metros, de la clínica de la Cruz Roja de la delegación de Tuxtla Gutiérrez en Chipas hay siete personas recuperándose de las lesiones que sufrieron al volcar un tráiler que por lo menos traía 159 personas migrantes, la mayoría de Guatemala. Aunque las y los sobrevivientes coinciden en que eran más, que algunos huyeron aún heridos del lugar para evitar ser deportados.
«Este me dijo que nos fuéramos, pero yo cómo me iba a ir con el pie así si no puedo caminar» dice Carlos Roberto, y Selvin se ríe al darse cuenta de lo descabellada de su propuesta, pero en aquel momento donde se veían cuerpos por donde sea y con el temor de ser detenidos, que aún prevalece en ellos, no sonaba tan mal.
Las personas que están en este cuarto son de las que salieron mejor libradas del accidente. Tienen golpes y raspaduras en diferentes partes del cuerpo, uno de ellos tiene una fractura en el brazo izquierdo, y otro la tiene en el derecho y un desguince en el tobillo.
De las 105 personas lesionadas del accidente, 38 ingresaron ese jueves a la Cruz Roja; pero cuatro fueron enviadas a hospitales por su grado de gravedad. Llegaron 10 más con lesiones menores a moderadas. Pero en las últimas horas se les ha dado de alta a 17 migrantes y una persona mexicana. En la clínica todavía están 26 personas.
Nadie sabe con certeza a dónde fueron llevadas las 17 personas migrantes que fueron dadas de alta, lo que dijo personal del Instituto Nacional de Migración (INM) es que estarían en un hotel de Tuxtla Gutiérrez en lo que se define su estatus migratorio.
DOS
Son las 11:30 de la mañana del 10 de diciembre del 2021, han pasado casi 20 horas desde el accidente, y las afueras de la Clínica de la Cruz Roja en Tuxtla Gutiérrez es un caos, en donde habremos por lo menos una decena de periodistas de todas partes, otros tantos voluntarios que reciben la ayuda solidaria que no ha dejado de fluir de parte de la ciudadanía.
Las personas llegan en carros, camionetas y taxis a dejar agua embotellada, alimentos preparados, productos de aseo personal, material de curación y ropa. Todo se recibe, aunque no todo sirva en estos momentos.
«Ya no necesitamos más ropa, ni tampoco tortas por hoy ya tenemos suficiente. Necesitamos material de curación, sábanas, almohadas, jabón en barra o granulado, todo lo que sirva para desinfectar» repite una y otra vez una joven que está recibiendo las cosas en la entrada de la clínica.
Frente a este hospital permanece una patrulla de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado, también están afuera dos mujeres que se identifican como de la Fiscalía General del Estado y personal del DIF. De manera visible no hay elementos de migración.
Se supone que es invierno, pero Tuxtla Gutiérrez no conoce de estaciones. Aquí hay un sol resplandesciente los 365 días del año, y este día se está a 37 grados. Las y los periodistas del centro del país y extranjeros sudan por donde sea, se deshidratan.
La situación adentro de la clínica no es muy diferente porque el calor también se siente, pero la mayoría de las personas internadas están acostumbradas a este clima porque al final del día Chiapas y Guatemala son Centroamérica. No solo se comparte el calor, también las condiciones de pobreza, aunque con matices, son parecidas y hasta la forma de hablar no es muy distinta.
A las y los periodistas nos permiten ingresar por turnos. A otro compañero y a mí nos dan luz verde para pasar y entramos a una clínica a la que se le nota sus deficiencias por encima. La Cruz Roja no recibe financiamiento público así que vive de donaciones, y en el estado más pobre de México lo que se puede colectar no alcanza para mucho.
Pasamos un pabellón, y un reportero entrevistaba a un sobreviviente, detrás de una cortina había una pareja descansando en la misma camilla. Al fondo, en un cuarto más grande, hay siete personas recuperándose, pero solo dos tienen cama. Uno está acomodado en una silla de plástico y el resto están acostados en colchonetas que se acomodaron en el piso, algunas alcanzaron sábanas y otras no, utilizan como almohadas bolsas llenas de ropa.
Es evidente que la clínica no tiene suficiente espacio para atender a todas estas personas. Están en áreas comunes personas de diferentes sexos, los acomodaron por su grado de gravedad. Es difícil algo de intimidad en estas condiciones. Observo que dos enfermeras meten a un baño a una de las adolescentes heridas para cambiarle el vendaje porque el cuarto está lleno de hombres.
Hay convalecientes descansando en el piso de los pasillos, deambulando por la clínica y topándose entre ellos porque no hay espacio. Los lesionados tienen férulas hechizas de cartón porque el material de curación es insuficiente en este lugar, pero también el apoyo médico. Solo un traumatólogo voluntario está viendo a todos los lesionados.
Me quedo en el umbral de la puerta del cuarto, adentro un reportero de un medio extranjero entrevista a otro de los convalecientes. Le pregunto al joven que tengo más cerca si podemos conversar y me dice que es menor de edad y es su forma de evadir la entrevista. Entiendo. Pero, me señala a otro de sus compañeros y me dice que él tiene 18 y que puede platicar. Me permite ingresar al cuarto y me acomodo entre ellos. Son tres: Selvin Lanusa Santos de 18 años, Keyli Vanessa Ambrosio Jiménez de 15 y Carlos Roberto Franco Pineda de 17. Me dicen que no quieren ni ser grabados ni fotografiados porque varios periodistas han entrado con cámara en mano sin siquiera preguntarles. Les digo que ellos tienen el derecho de responder o no a nuestras preguntas, de negarse a ser grabados o fotografiados. «Digan que no si eso es lo que quieren» y curiosamente fue cuando les dije esto cuando los tres accedieron a darme la entrevista.
TRES
La palabra que podría definir el sentimiento de estos jóvenes es «incertidumbre». Antes de subirse al tráiler tenían un destino al menos en la mente, pero ahora no saben qué va a pasar con ellos, nadie les dice nada. Me terminan preguntando a mí de todo. Bromeo con ellos y les digo: «Según yo venía a entrevistarlos y ustedes me han hecho más preguntas a mí que yo a ustedes» y se ríen.
No saben si serán deportados, si es así cuándo y en qué condiciones, hasta cuándo permanecerán en la clínica, si pueden ser beneficiarios de refugio en México, si terminarán en un centro de retención de migrantes (eso es de lo que más temen). En esta misma clínica se encuentra un joven que está preocupado porque no sabe dónde está el cuerpo de su cuñado muerto en el accidente. Su hermana lo cuestiona por teléfono y él no sabe qué responderle porque la información no fluye para las familias ni de parte de las autoridades mexicanas, pero tampoco guatemaltecas. Lo que se enteran es por los medios de comunicación.
No quieren hablar porque no saben si algo los puede incriminar en algo o les pueda ocasionar problemas a futuro. No saben quiénes son periodistas, quiénes fiscales, personal de salud o funcionarios.
Les pregunto si ha llegado personal de derechos humanos o alguna organización civil que acompañe a migrantes. Hasta ahora ni una. El cónsul de Guatemala en Chiapas llegó a verlos el jueves por la noche y les dijo que iba a buscar la forma de que fueran deportados sin que los retuvieran en algún centro migrante.
Es evidente que están cansados de repetir la misma historia una y otra vez a diferentes personas. Las y los sobrevivientes temen por su futuro, no saben qué decir y a quién, y así me lo hacen saber. Me siento avergonzada porque siento que mi oficio a veces es muy despiadado. Escucho las preguntas de mi colega y noto que son revictimizantes, pero las que hacemos las y los demás no son muy diferentes. «¿Cómo fue el accidente?, ¿de dónde vienes, qué hacías antes de subirte al tráiler?, ¿Te arrepientes de haberte subido?, ¿Se estaban ahogando?, ¿cuánto les cobraron?». Una interrogante atrás de otra porque el tiempo apremia y se necesita mandar la nota a determinada hora; porque nos están sacando de la clínica, y atrás ya viene una decena de reporteros a hacer las mismas preguntas.
Pero si como reporteros somos torpes, el personal de la Fiscalía General de la República (FGR) nos supera. Mientras conversaba con las y los sobrevivientes, llegó un hombre alto y corpulento con una enorme placa de la FGR que colgaba de su pecho. Se agachó y le preguntó directamente a uno de ellos, sin identificarse ni entablar ninguna clase de conexión primero: «¿Qué sabes del operador del vehículo?». Carlos no entendió la pregunta y le dijo: «¿Qué operador? A mí no me operaron», entonces, el funcionario señaló que se refería al chófer del tráiler. Carlos no sabe nada al igual que los otros que estaban en el cuarto.
CUATRO
«Nosotros quisiéramos que nos deportaran a Estados Unidos» dice riendo Santos Marisol Chipel Carrillo, una adolescente quiché de 16 años, que se unió a la conversación después de una larga llamada telefónica en la que hablaba en su lengua materna. Su plática la escucharon dos jóvenes más que estaban en otra área y llegaron hasta el cuarto en el que nos encontrábamos a preguntar quién hablaba quiché, tanto Marisol como Elvin Miguel Chiper dijeron que ellos. Los jóvenes, que llegaron por el sonido conocido de una lengua mayense, son también indígenas, uno akateko y el otro cakchiquel.
Aunque había más personas en el cuarto, quienes se animaron a hablar fueron estas siete personas que es la primera vez que ingresan a territorio mexicano, ni una rebasa los 30 años de edad. Para migrar se necesita ser joven. A excepción de Carlos Roberto, todos los demás intentarán de nuevo llegar a los Estado Unidos. En Guatemala, dicen, no hay futuro para ellos y se les cree, si después de lo que vivieron siguen pensando que arriesgarse a hacerlo de nuevo es su mejor opción.
Diferentes organizaciones civiles que trabajan por los derechos de las personas migrantes han señalado que es la criminalización de la migración y las fallidas políticas en este tema que ocasionaron este accidente, que desnudó la crisis en materia migratoria que se vive desde hace un par de años y que se agudizó con la pandemia.
Dejó en claro que las políticas migratorias son hipócritas porque mientras no se les permite el libre tránsito de manera legal, de forma ilegal se encubre. El accidente fue a unos metros de un retén permanente de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado. En el trayecto del tráiler hay dos retenes más que son itinerantes.
Ante la falta de oportunidades en sus lugares de origen y la violencia, las personas deciden migrar en condiciones en las que ponen en riesgo su vida y por las que encima tienen que pagar dinero que les cuesta mucho conseguir.
La familia de Selvin vendió un terreno, su único patrimonio, con la esperanza que el hijo con mayores posibilidades de conseguir empleo en Estados Unidos pudiera después enviar dólares. Ahora regresará a casa peor que cuando salió.
El tío de Keyli fue quien pagó tanto por su traslado como el de su primo, quien se encuentra grave en el hospital general Gilberto Gómez Maza. La joven asegura que en Guatemala no tiene nada qué ir hacer, su abuela a quien cuidaba murió en la pandemia y el resto de su familia está en Estados Unidos. Ella tiene 15 años y el futuro en su país, comenta ella misma, es casarse y confiar que le vaya bien, pero no quiere eso. Es la única del grupo que cruzó la frontera para estudiar. Las y los demás hablan de trabajar.
La hermana mayor de Santos Marisol viajó de la misma forma que ella hace tres meses, pero corrió con mejor suerte. Llegó hasta Estados Unidos y después de pagar su propio viaje, le mandó algo de dinero para que la alcanzara, pero el encuentro no será posible. «Me voy a tener que regresar a Guatemala y tal vez lo haga de nuevo (tratar de cruzar la frontera), pero después que se me pase el susto» dice la adolescente quiché originaria de Uspantán en Guatemala.
Elvin Miguel Chipel no lo duda ni un segundo. Lo va a intentar de nuevo de una vez que pueda reunir algo de dinero, pero lo ve difícil porque en Guatemala gana 50 quetzales la jornada, unos 135 pesos mexicanos, así que se llevará tiempo.
«Allá la vida es muy difícil, te dan 50 quetzales por trabajar todo el día, no alcanza para nada. Todo subió. Hay mucha violencia porque no hay dinero» dice Miguel.
Me llama la atención cómo todos estos jóvenes están convencidos del «sueño americano» y así lo nombran: «íbamos por el sueño americano» repiten varias veces. Desde pequeños han escuchado historias de compatriotas que hablan de ganar dólares, de levantar casas en sus lugares de origen con un par de años de trabajo, de gente que hace fortuna trabajando en la construcción o en los restaurantes. En la mente de estas personas, que no llegan ni a la mayoría de edad, no están los peligros del trayecto, tampoco lo que se padece en un país extranjero como migrante.
El que está decidido a no volver a cruzar la frontera de su país es Carlos Roberto, considera que no hay nada que valga más que la vida y sobre todo cuando se tienen 17 años. En lo único que piensa es en regresar a Guatemala y tratar de olvidar todo lo que vivió en México.
Los dos indígenas mayas que se quedaron en el umbral de la puerta escuchando la conversación aseguran que las cosas son más difíciles para ellos como indígenas, hablan de la discriminación que sufren en los empleos, la falta de oportunidades y cómo hasta cuando viajaban en el tráiler fueron discriminados por otros compañeros por venir hablando en su lengua materna. Señalan que hay más indígenas que murieron o están en los hospitales, que se juntaron al reconocerse que eran de la misma etnia, pero con la volcadura todos se dispersaron. No saben sus nombres, y no tienen certeza de qué haya pasado con ellos. El personal de las dependencias mexicanas, que les ha tomado sus datos, no les pregunta si son de alguna cultura indígena, y tampoco el cónsul de Guatemala reparó en eso.
CINCO
En el tráiler la mayoría venían sentados al momento del accidente, pero había quienes estaban de pie, a ellos les fue peor. Las personas que los transportaban los ordenaron por sexo, en un lado iban las mujeres que eran las menos, y en otro todos los hombres. Los niños y niñas venían junto con las mujeres en la parte más cercana de la cabina.
Habían salido de San Cristóbal de las Casas, en donde los juntaron en una bodega. Cada persona en el tráiler venía con tiempos distintos de camino dependiendo de su lugar de origen. «Estando dentro de Guatemala nos vamos moviendo en «bus» o caminando porque podemos estar allá, pero cuando ya se cruza la frontera es que se busca unirse a un grupo o ver cómo avanzar» cuenta Elvin.
Quienes salieron de lugares más alejados de la frontera llevaban cinco o seis días de camino, y otros apenas tenían unas horas de haber dejado Huehuetenango, el lugar que colinda con la frontera de Chiapas, a unas siete horas de Tuxtla Gutiérrez.
Todos son prudentes y no dan detalles de cómo contactaron con las personas que los transportaban, ni dan una cantidad exacta de cuánto pagaron, ni de los lugares en donde estuvieron ni tampoco a dónde iban con exactitud. Dicen en general que su siguiente parada sería Veracruz y la última, Puebla. No entran en pormenores, y yo no insisto. Es obvio que les incomoda.
Las siete personas que aceptan conversar conmigo no se conocían entre sí, aunque después de lo que pasaron algunos se tratan con familiaridad, bromean entre ellos, pero también lloran. Carlos Roberto está preocupado porque dice que tiene las lágrimas atoradas: «Desde ayer no he podido llorar, no sé por qué, pero no he podido llorar y quiero llorar». Selvin vuelve a romper el momento incómodo: «Acuérdate de aquella tu novia que te dejó y vas a ver cómo no lloras, catracho». Todos nos reímos más por no hurgar en el dolor que por lo gracioso que hubiera sido el comentario.
Más que el accidente mismo, lo que me platican es de lo que ocurrió después. Los siete coinciden en algo: «si no es por la gente que llegó ayudarnos capaz y hubiéramos muerto todos aplastados porque hicimos un volcán, cayendo uno encima de otro».
Les cuento que las personas que les ayudaron son de la colonia El Refugio en Chiapa de Corzo, que ahí fue el lugar de la volcadura. También les muestro que en la noche pusieron una ofrenda para las personas que murieron, que improvisaron una misa y rezaron por la salud de todos. «Acá también rezamos por ellos porque fueron muy buena gente».
Carlos y Selvin recuerdan que unas señoras los llevaron a su casa, los lavaron y ahí fue que se dieron cuenta qué tan heridos estaban. Les dieron playeras de sus hijos, y hasta les ofrecieron «trago» (licor) para el susto.
«Te acuerdas que ya la señito nos había servido de comer cuando llegó la ambulancia» le dice Selvin a Carlos. Y el otro le responde: «Saber de dónde había sacado comida de más la señora o capaz y era su comida que nos estaba dando, la íbamos a dejar sin comer».
Los siete tienen una historia que contar sobre cómo les ayudaron personas que jamás habían visto. A unos a buscar sus cosas, a todos les ofrecieron agua, les prestaron un teléfono para poder comunicarse con su familia, lloraron con ellos, los abrazaron.
«El Refugio» en Chiapa de Corzo no es muy diferente a alguna colonia de la capital del país de Guatemala. La mayoría de casas está habitada por personas trabajadoras con salarios precarios, y no sería sorprendente saber que también hay quienes han migrado a los Estados Unidos. Hay calles sin pavimentar y el servicio de agua potable es intermitente. Fueron los de abajo ayudando a los de abajo. Tal vez Carlos tenga razón y era una persona dejando de comer para dárselo a otra sin importar de dónde viniera.
SEIS
Ya no puedo evadir más la salida de la clínica, me he quedado más de lo permitido. Las y los sobrevivientes me han ayudado a quedarme más tiempo a platicar con ellos porque pretextamos que les había prestado mi cargador para su teléfono. No mentimos del todo, fue cierto. Algunos lograron rescatar su celular, pero no tienen cargadores. Me tengo que ir y me despido de ellos, cuando me voy me dicen bromeando que los adopte, que saben hacer de todo. No los conozco gran cosa, pero no dudo que sean personas de bien y trabajadoras, que la geografía y las políticas determinaron su destino.
Siempre pienso que las personas jóvenes tienen más futuro que pasado y quiero decirles eso, que no pierdan la esperanza, que todo va a estar mejor, pero después de conversar con ellos, después de lo sucedido el jueves, ni yo lo creo. Todo futuro, ahora, en este cuarto de la Cruz Roja está lleno de incertidumbre, nada se ve mejor que hace unos días, pero Carlos me da la respuesta «al menos quedamos vivos, sobrevivimos».