La institucin / Eduardo Torres Alonso

Desde los primeros años de la Independencia, el tema electoral ha resultado fundamental para ordenar la voluntad popular e integrar los poderes públicos. Las mesas de casilla, el voto y la condición ciudadana –aunque restringida, al inicio–, desde esos lejanos días, son componentes de la institucionalidad político-electoral del país. Sin detenerse, las reformas a esa materia han sido constantes y de alcance variado, permitiendo, en conjunto, la construcción de una institución que, si bien ha cambiado de nombre, tamaño, facultades y adscripción, ha permanecido. Nada hay de fortuito en ello.

Esta tarea requiere de especialistas, conocimientos, vocación, experiencia y seriedad. La de organizar periódicamente elecciones para integrar los cargos públicos es una ocupación de versados en lo electoral, en particular, y en la cosa pública, en lo general.

El 4 de abril de 2022 se cumplieron los primeros ocho años de vida del Instituto Nacional Electoral (INE), producto de una reforma que, entre otras cosas, nacionalizó el sistema de elecciones, y cuyos antecedentes directos se encuentran en el Instituto Federal Electoral (IFE). Ambas instituciones, aunque señaladamente la segunda, son resultado de un cambio profundo en la sociedad mexicana que exigió elecciones creíbles y autoridades imparciales. Dotar de autonomía al IFE en 1996 hizo que el rubro electoral quedara fuera de la Secretaría de Gobernación, es decir, el gobierno se vio obligado a sacar las manos, y en poder de la ciudadanía. El Consejo General de esa institución se integró con personas reconocidas provenientes de la academia, la sociedad civil y la práctica política –que no es lo mismo que la vida partidista–. Ese IFE autonómo organizó las elecciones de la alternancia del 2000 y sacó a la luz y castigó los escándalos del «PemexGate» y «Los Amigos de Fox». Mucho hay que reconocerle.

En la actualidad, el INE, como la institución precedente, se encuentra integrado con pluralidad. Las cinco consejeras y los seis consejeros, de acuerdo con sus intervenciones y sentido en las votaciones, así como por su historia profesional previa, tienen –raro sería que no fuera así– preferencias ideológicas distintas; no obstante, lo que se advierte es un esmerado cuidado en su trabajo. Cierto, algunos consejeros; incluso, podríamos hablar en singular, han tenido un protagonismo indebido, que no necesariamente es secundando por sus pares.

Se ha anunciado con mucha fuerza que viene una reforma electoral. Qué bueno. La democracia electoral mexicana ha encontrado su ruta en un proceso continuo de perfeccionamiento normativo y de diseño institucional. Este nuevo cambio tiene que ir en ese sentido: el de fortalecer la institución, reconocer el alto valor técnico de sus integrantes localizados en todo el país (porque no debe de olvidarse que el INE no es el Consejo General) y debe tomar en cuenta los nuevos o viejos problemas, ahora agudizados: la violencia del crimen organizado, la migración, las condiciones de salud pública, la representación de las disidencias sexo-genéricas, el uso de la tecnología, el costo de las elecciones y de la vida partidista, la inveterada manipulación de quienes menos tienen, las noticias falsas y la posverdad, la fiscalización, las agresiones contra las mujeres, entre otros. Una reforma que busque re-centralizar las elecciones traicionaría la historia mexicana de la democracia, cuyos protagonistas fueron, al mismo tiempo, la izquierda partidista y la derecha liberal. Más aún: una reforma pensada para sacar a algún o algunos consejeros del INE, sería actuar sin una visión de Estado. No se tiene que coptar al árbitro. Más aún: por sus alcances, es deseable que la reforma sea respaldada por la mayoría de las expresiones políticas, sociales y partidistas.

En ocho años, el INE ha organizado una elección presidencial –de la que resultó electo quien hoy es su principal detractor–, 50 elecciones para renovar las gubernaturas, y procesos electorales para integrar el Senado y la Cámara de Diputados; en suma, más de 300 elecciones federales, locales, ordinarias y extraordinaria. Todo ello sin que se pierda la calidad del voto secreto y libre, y siga proveyendo a quien así lo necesita de la que es la identificación por excelencia: la credencial para votar. No es cosa menor.

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