Cristina Solano Díaz es una indígena Ñuu Savi, intérprete traductora, comunicóloga, dirigente estatal, activista política y lideresa reconocida por su activa participación en la mejora de las condiciones de vida entre su comunidad jornalera, rural y migrante ubicada en el estado norteño de Baja California
Lizbeth Ortiz Acevedo / Cimac Noticias
Cristina Solano es una aliada clave para el ejercicio de los derechos humanos con perspectiva intercultural para su comunidad. Se autodefine como “mujer de la lluvia, hija de la lluvia, hija del pueblo de la lluvia; habla Tu’un Savi, la lengua de la lluvia, de la mixteca”. Actualmente reside en Cañón Buenavista, El Zorrillo, en el municipio de Ensenada, Baja California; proviene de una familia del pueblo de San Rafael, del municipio de Cochoapa el Grande de la Montaña de Guerrero.
En entrevista para Cimacnoticias, Cristina nos recibe en Cañón Buenavista, El Zorrillo, su colonia, localizada en una comunidad a poco menos de dos horas de Ensenada. Orgullosa de su labor, nos muestra la edificación que emprende, un espacio digno para continuar las labores de atención y acompañamiento a su colectiva jornalera y migrante. Aún está en obra negra, pero los cimientos son fuertes, la construcción va por buen camino.
La entrevista se llevó a cabo durante el tiempo en que terminaba la cosecha de calabaza y hierba mora, y estaba por comenzar la de tomate cherri. Calendario y referencias necesarias en las zonas jornaleras: la tierra marca el tiempo.
Su diálogo y acciones se encaminan siempre a lo colectivo, vindica su historia de una genealogía indígena con el tejido de alianzas: “A mí me gusta siempre hablar en plural, para nosotras es muy importante hacer memoria, eso siempre nos platicaba mi mamá y papá”.
Nos cuenta que en el 2013, mientras iba a la mitad de su carrera universitaria, cursó el diplomado de Mediador Bilingüe Intercultural dirigido a personas gestoras, intérpretes y traductoras con el objetivo de profesionalizarse. Este logro pudo alcanzarlo luego de 10 años de ejercer labores de vendedora ambulante en la zona turística de Ensenada, tiempo durante el que gestionó también su diplomado.
Ya con esa certificación, Cristina fundó su propia organización: Mediadores Bilingües Interculturales A.C.
Cristina, una mujer con dotes de la palabra y dominio de la oratoria, hace honor a su trayectoria de resistencia al desempeñar desde el respeto y acompañamiento una labor constante para subsanar la brecha histórica de discriminación contra los pueblos originarios del sur de México. Usa su voz como estandarte de tenacidad para darles escucha a las mujeres rurales de su entorno.
“Me gusta trabajar en alianza, en colectivo. Caminar sola te agota mucho”. Esta labor no la ha realizado individualmente: se unió a nueve compañeros profesionistas quienes se apoyaron del Gobierno municipal de Ensenada. En conjunto, emprenden cada día el trabajo de su organización, que consiste en llevar a cabo campañas en lenguas indígenas, trámites, servicios, registros de actas, campañas de salud y en contra de la violencia de género.
Por ejemplo, desde su organización, Cristina realiza trabajos de acompañamiento a mujeres rurales y trabajadoras agrícolas indígenas residentes en Baja California, quienes se enfrentan a delitos como violencia sexual, patrimonial, psicológica o física. Ella considera que, en este momento, la última es la más extendida en su comunidad, la cual se ha ligado con la violencia sexual.
El año en que Cristina fundó su organización fue crucial para ella porque en ese 2013, a la vez que lograba consolidar su asociación civil, enfrentaba la muerte de su hermana mayor, la cual se suscitó en Guerrero, el estado del que inmigró junto con toda su familia.
Desde entonces, la traductora ha acompañado a más de 6 mil personas de su comunidad con la interpretación de lenguas para apoyarles a resolver trámites administrativos tan necesarios para gestionar una vida digna y el acceso a servicios básicos. También ha acumulado 300 asistencias en contra de la violencia de género. Lo sabe con certeza porque ha mantenido una bitácora vigente.
No obstante, esas 300 asistencias no reflejan el trabajo total que hay detrás de cada una, pues pueden suponer hasta 12 visitas por cada persona que acompaña. Aunque ella se ha convertido en una constante en esta labor para su comunidad, admite que la responsabilidad de garantizar el derecho lingüístico es del Estado mexicano.
El artículo 2 de la Constitución de México reconoce a los pueblos y comunidades indígenas, y en su apartado IV señala la obligación de “preservar y enriquecer sus lenguas, conocimientos y todos los elementos que constituyan su cultura e identidad”.
Nacer en la Montaña de Guerrero es recurrir a la migración
Cristina nació en el pueblo de San Rafael, Metlatonoc, que en ese entonces era la cabecera municipal. Años después, esto cambiaría al nombramiento que está actualmente: Cochoapa el Grande, región de la Montaña en Guerrero, estado del sureste mexicano.
De su infancia no guarda memoria en su pueblo guerrerense, más bien, la tiene de caminos y viajes, aquellos que realizaba hacia los campos agrícolas donde su madre y padre iban por temporadas a trabajar. Sus recuerdos los tiene ya en Baja California.
¿Por qué la zona de la Montaña en Guerrero expulsa a su población? Tajante responde Cristina: “en nuestro pueblo hay hambre, tienes que ir al cerro, a la montaña para ver qué puedes cosechar y comer”, pero también influye la atención médica, la seguridad, la paz, el empleo, el acceso a la educación. Todo lo que no hay.
Actualmente, en su pueblo natal hay una telesecundaria que cumple el tercer año de inaugurada y ahí, el máximo grado de estudios que se alcanza es la primaria. Al concluir esta formación básica, las niñas son casadas. Ese es el camino trazado para las mujeres rurales de la Montaña en Guerrero.
En el 2018 Hermelinda Tiburcio Cayetano, perteneciente a la Asociación de Mujeres K’inal Antsetik, alertó que en municipios de Guerrero –Malinaltepec, Metlatonoc, Cochoapa el Grande, Xochistlahuaca, Tlacoachistlahuaca e Igualapa– persistía la venta de mujeres, en su mayoría menores de edad.
Detalló que en esos municipios las niñas de entre 12 y 17 años eran puestas a “la venta” desde 50 mil a 250 mil pesos, a fin de casarlas con un hombre que las escoge para luego someterlas a violencia física y psicológica.
Cayetano confirmó en un comunicado que esta es una “costumbre” entre las comunidades de Guerrero donde se viola flagrantemente el artículo 45 de la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, donde se establece que la edad mínima para el matrimonio es 18 años.
De acuerdo con cifras de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (Enadid), en el país al menos una de cada cinco mujeres entra en unión conyugal antes de cumplir los 18 años. Situación que no viven en Baja California, por ejemplo: Cristina mencionó que, en contraste, dentro de su propia familia hay diferencias palpables.
Su sobrina está por graduarse de la secundaria; otra de ellas, en unos días terminará la preparatoria. Las mayores ya son, una diseñadora gráfica y otra, nutrióloga. Reconoce que estos logros no hubieran sido posibles en su pueblo natal.
Todas estas mujeres jóvenes, sobrinas de Cristina, son hijas de su hermana, quien murió en Guerrero debido a las pésimas condiciones de las comunicaciones y los transportes de la zona de la Montaña. Aunque es un tema en el que prefiere no ahondar, recuerda con evidente dolor que su hermana no alcanzó a llegar de San Rafael, su pueblo natal, a Tlapa –la cabecera municipal– para atenderse médicamente y falleció en el trayecto.
Para darnos un panorama concreto, Cristina describe que vivir en las montañas de Guerrero supone trayectos muy largos para acudir a un hospital. Les lleva al menos dos horas, pero si hay temporal lluvioso los caminos se vuelven riesgosos por los deslaves. Actualmente, en su colonia Cañón Buenavista (Baja California), una ambulancia llega en media hora y les toma 40 minutos llegar a alguna atención hospitalaria. Una diferencia de tiempo que puede salvarles la vida.
Además, Cristina afirma que en Guerrero no hay oportunidades laborales como en Baja California, aunque reconoce que “sí hay mucho empleo”, pero “lamentablemente son cansados y mal pagados”.
El proceso migratorio en su familia fue paulatino. Recuerda que primero migraron sus hermanos y luego su papá, quien debió generar nuevas oportunidades laborales después de haber perdido una propiedad a causa de los gastos económicos que llegaron cuando fue elegido mayordomo de la fiesta de su pueblo, San Rafael. A partir de ese momento comenzaron los viajes migratorios temporales entre su papá y mamá.
Así, lograron llegar a Cuautla (Morelos) y luego fueron a trabajar a los campos de Sinaloa, lugar donde su familia enfrentó la muerte de dos de sus hermanos mayores, a quienes Cristina no conoció debido a las pésimas condiciones laborales y de vida en ese sitio.
En un ejercicio de memoria, la intérprete traductora recuerda cómo le llegó la información a su familia: les dijeron que en el estado de Baja California había oportunidades laborales diversas. Podían combinar actividades entre el campo y el comercio, el salario era más alto y en los campos agrícolas terminaba una cosecha y comenzaba otra. Esto hizo que migraran hasta el norte de México para buscar una mejor vida.
También podían acceder al empleo en las fábricas, tiendas comerciales y acudir como comerciantes a las zonas turísticas. El estilo de vida era diferente: “Es un lugar tranquilo para vivir, estudiar y trabajar, características que hacen de esta una tierra muy atractiva para la comunidad del sureste mexicano”.
En su tránsito migratorio, finalmente su familia llegó a Baja California para trabajar en el campo; primero lo hicieron por temporadas y luego debieron establecerse de forma permanente. Entonces eran 10 hermanas y hermanos, y sus padres. El costo de viajar por períodos dejó de ser costeable, así que buscaron residir en la zona.
La activista intercultural rememora cómo llegaron al Valle de Maneadero en Baja California: rentaron una parcela, pero al poco tiempo les pidieron el lugar, por lo que se dieron a la tarea de buscar un sitio en el mismo valle, aunque no fue posible. Tuvieron que llegar al sitio donde actualmente radican: Cañón Buenavista, El Zorrillo, donde su padre logró la transición de jornalero a comerciante, posteriormente lo haría toda la familia.
“Mis hermanos se pusieron a buscar, se movilizaron y llegamos aquí, en ese lapso gestionaron dónde generar un asentamiento. Llegamos como unas 10 familias, fuimos expulsados de un lugar y –lo tengo muy presente– prácticamente hicimos un campamento. Ya con el tiempo se les dio forma a las casas”. Pasado el tiempo vendría un cambio trascendental para Cristina y las mujeres de su familia.
Su padre tenía la visión de que sus hijas e hijos estudiaran, pero la construcción de su vida tuvo que ser ardua. Así, a los nueve años, Cristina comenzó sus labores como jornalera y comerciante ambulante, actividades que le permitieron acercarse a su faceta como activista y promotora de derechos humanos.
A los 9 años Cristina ya trabajaba como jornalera, lo hacía en el campo agrícola de San Vicente, ubicado a 2 horas y media de su domicilio. Se iba a las 4 de la mañana al parque comunitario para trasladarse en el autobús de la empresa el cual partía en hora exacta. Cursaba el cuarto año de primaria.
A esa plantación acudía a cortar tomate cherri, que en ese entonces –asegura– era la empresa que más pagaba: 150 pesos el día. Ella desempeñaba el trabajo seis días de la semana para cobrar 900 pesos.
Entraba a las 6:30 de la mañana a laborar en los campos y salía a las 2:30 de la tarde, le daban 20 minutos para comer. Había días en que hacía tiempo extra y acumulaba hasta 10 horas de trabajo en un día; después, el mismo autobús de la empresa la llevaba de vuelta a su colonia.
La Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI) 2019 estima que en México 3.3 millones de niñas y niños de cinco a 17 años están condiciones de trabajo infantil; esto representa una tasa de 11.5 por ciento a nivel nacional. Además, 2.2 millones de niñas y niños entre cinco y 17 años se encuentran ocupados en alguna actividad económica, cifra equivalente al 7.5 por ciento de la población de ese rango de edad.
Cabe destacar que la Ley Federal de Trabajo establece que la edad mínima para trabajar es de 15 años, con lo que se prohíben las labores por debajo de esta edad. Asimismo, se impide todo empleo definido como “peligroso” para cualquier persona menor a los 18 años.
Se considera trabajo peligroso a aquel en el cual las y los menores están expuestos a abusos de orden físico, psicológico o sexual; se realiza bajo tierra o agua, en alturas peligrosas o espacios cerrados; se utilizan maquinaria, equipos o herramientas peligrosas; se lleva a cabo en medios insalubres, con temperaturas, ruido o vibraciones perjudiciales; se da en horarios prolongados o nocturnos, o se retiene injustificadamente a la niña o el niño.
Cuando no era verano, Cristina estudiaba de lunes a viernes, pero no dejaba de trabajar porque los sábados y domingos se iba al campo como jornalera. En una recapitulación de su vida, ella ha decidido no volver más a los campos agrícolas. Reconoce la disciplina adquirida durante ese tiempo y la independencia económica que le dejó desde temprana edad y que eso “le ayudó a no quedarse quieta”, pero ha sido suficiente para ella.
Aunque su vida como niña jornalera le trajo también situaciones positivas, asume que hubo otras “desgastantes”, porque es un trabajo agotador y hace daño. En ese entonces –relata–, los campos de San Vicente eran rociados con azufre que usaban como fertilizante, lo que provocó quemaduras en las y los jornaleros.
Durante los veranos, Cristina trabaja de lunes a sábado y entre semana iba a vender a la zona turística de Ensenada, en la zona conocida como Valle Primera y Boulevard Costero; combinaba ambos trabajos. Vendía bolsas, chicles, collares, pulseras, aretes y juguetes. Ahí trabaja los días que llegaban los barcos turísticos en temporada alta.
A pesar de cubrir horarios laborales constantes, la hoy activista nunca dejó de estudiar, era una alumna de excelencia académica. Estudió la primaria en la escuela urbana de su colonia; su padre la inscribió en la que no tenía perspectiva indígena porque quería que ella aprendiera español, aunque en su casa nunca dejaron de hablar Savi.
Traductora intérprete y activista
Durante su trabajo como niña comerciante ambulante, sin buscarlo, Cristina comenzó su labor como activista en favor de su comunidad. Iba a vender junto con más infantes originarios de la zona de la Montaña guerrerense a la zona turística de Ensenada; lo hacían desde el ambulantaje. Las cámaras empresariales emitieron quejas por la cantidad de niñas y niños que supuestamente mendigaban en ese espacio y decidieron emprender una persecución contra su comunidad.
Como respuesta, el entonces Gobierno municipal implementó a través del DIF estatal un programa que se llamó “De la Calle a la Vida”: consistía en llevar a esas niñas y niños a una estancia infantil mientras sus madres se quedaban en la venta ambulante. De esta forma, se pretendía evitar que estuvieran en exposición de diferentes peligros.
No obstante, y aunque eran llevados a las estancias, las mamás no quedaron tranquilas, fueron perseguidas y enfrentaban constantemente la estigmatización. Las acusaban de explotación a sus propias hijas e hijos. Eran detenidas y confiscaban su mercancía.
Fua así que Cristina –quien tenía dominio del español y su lengua Savi– comenzó a ejercer como intérprete traductora a sus escasos 10 años. Por ejemplo, ayudaba a traducir a una madre si no estaba de acuerdo con que se llevaran a sus hijas e hijos a la estancia infantil o acompañaba a mujeres para recoger las cosas que les confiscaban o pagar multas. De esta manera facilitaba el diálogo entre su comunidad y las autoridades locales.
Una niña que asistió a más niñas
Al llegar a la colonia que habita actualmente en Baja California, la familia de Cristina constituyó la asociación San Rafael Municipio de Metlatonoc A.C., lo que significó un proyecto personal y colectivo en el que tenían como misión apoyar a las personas de su comunidad para realizar trámites gubernamentales, darles asesoría a las personas migrantes que llegaban, y acompañar a jornaleras y comerciantes para gestionar su vivienda y servicios básicos.
Desde niña, uno de sus hermanos la involucró en la organización familiar para que Cristina acompañara a las mujeres en las reuniones y escuchara las pláticas informativas, pero un día fue clave, cuando ella tenía 10 años le pidieron que realizara su primera interpretación en la entonces Procuraduría de Justicia de Baja California. Asistió a una niña que había sufrido abuso sexual.
Sin tener más información, Cristina asistió un protocolo psicológico en el que le solicitaron que jugara con la otra niña y platicaran, así ella llevaba a cabo la traducción con la especialista. Aunque aquella niña hablaba una variante de su lengua –el Tul Savi–, pudieron comunicarse con facilidad y fue posible darle la atención necesaria.
A partir de la entrada de Cristina a la secundaria, comenzó a ejercer la interpretación como actividad regular. Acudía a los centros de salud, a los ministerios públicos, a hospitales, con el Gobierno municipal y del estado para su labor como traductora intérprete, a la par que continuaba sus estudios.
A los 17 años, Cristina acompañó a una mujer al centro de salud de Maneadero porque tenía una enfermedad de transmisión sexual (ETS); sin embargo, al llegar, el personal de salud cuestionó las prácticas sexuales habituales de aquella mujer y esto detonó que tuviera que alzar la voz para evitar más discriminación. Buscó a la directora de la institución para denunciar lo que sucedía y que le otorgaran una atención digna y humanitaria.
Indignada al recordar, Cristina refuta: “No basta esa violencia que vivía en casa, todavía se vive esa violencia institucional, es desgastante”, se expone la dignidad de las personas. La hoy activista absorbe también esa carga emocional porque traduce todo lo que están viviendo las mujeres. Ellas sienten vergüenza, frustración, inseguridad, miedo y su acompañamiento es fundamental en materia lingüística, pero también de empatía. Más que una traductora es un apoyo psicosocial con perspectiva feminista.
Fue hasta su ingreso a la universidad en el año 2016 cuando, desde su propia organización, Cristina generó más proyectos comunitarios y una búsqueda de alianzas. Incursionó en la política, para entonces repartía volantes informativos, llevaba banderas a distintas brigadas, gestionaba bardas, conocía gente, pedía apoyo para retiros espirituales juveniles; su liderazgo, además de palpable, crecía considerablemente porque la gente confía cada vez más en ella.
En el 2021 participó en la elección como diputada local por el Distrito XVII de Ensenada, San Quintín pero este sería un climax de una vida en resistencia que comenzaría en la política mexicana desde los 18 años cuando inició en la gestión comunitaria y social.
Desde entonces ha consolidado una trayectoria como docente en lenguas en la Universidad de Baja California, ha sido presidenta de la Asociación de Mediadores Bilingües Interculturales A.C., da conferencias internacionalmente y forma parte de la Red Nacional de Intérpretes Traductores de Lenguas Indígenas.
Estas acciones en conjunto permiten que Cristina, junto con su colectiva de trabajo, haga válido el apartado VII del artículo 2 de la Constitución de México dedicado a
“Establecer políticas sociales para proteger a los migrantes de los pueblos indígenas, tanto en el territorio nacional como en el extranjero, mediante acciones para garantizar los derechos laborales de los jornaleros agrícolas; mejorar las condiciones de salud de las mujeres; apoyar con programas especiales de educación y nutrición a niños y jóvenes de familias migrantes; velar por el respeto de sus derechos humanos y promover la difusión de sus culturas”.
Focos rojos de atención
Durante su labor, Cristina ha podido identificar las situaciones de riesgo de su comunidad, lo cual denuncia. Hace hincapié en las condiciones de alerta para hacer un llamado de atención y solución: por ejemplo, el problema del consumo de drogas entre hijas e hijos de las jornaleras, quienes a causa de sus dobles o triples turnos laborales se ven imposibilitadas para estar al tanto de esta situación.
También acusa el riesgo que persiste en el Valle de Maneadero por los casos de contagio de tuberculosis que se han presentado. Además, hace evidente el riesgo para la salud de las familias de mujeres jornaleras embarazadas, quienes quedan expuestas ante los productos fertilizantes que usan las empresas agrícolas y enfrentan casos de nacimientos de bebés con discapacidades.
Aunado a esto, Cristina denuncia el abuso de las autoridades municipales de Mexicali en contra de mujeres tzotziles, quienes mientras esperan el momento de ingresar a los Estados Unidos son perseguidas y criminalizadas.
Pero estos contextos no solo se viven en las áreas rurales de Baja California. Cristina señala que en la ciudad de Tijuana, una zona urbana y considerada la frontera más transitada del mundo, las comunidades indígenas enfrentan racismo y discriminación en el sector formal educativo desde donde les impiden la diversidad lingüística y por tanto, se ven obligadas a dejar de hablar en sus lenguas originarias.
La intérprete traductora menciona que en su colonia hay dos escuelas primarias indígenas, pero están rebasadas ante la diversidad lingüística. Aunque hay maestras y maestros de pueblos originarios, no alcanzan a cubrir las 15 variantes que se llegan a presentar en una misma aula.
Las lenguas originarias se van perdiendo en las escuelas y familias porque las madres jefas de familia no pueden practicar lo suficiente a causa de sus extensos horarios laborales como jornaleras, y a su vez, enfrentan la carencia de estancias infantiles y un programa de cuidados.
Cristina continúa con su activismo en contra del racismo y discriminación hacia su comunidad; contundente, afirma: “La gente sigue pensando que somos ignorantes, que no entendemos, que nos comportamos como animales, que nos reproducimos como animales, así piensan de nosotros. ¿Cómo es posible que se nos hable así, de manera tan violenta, tan estereotipada, hacia las mujeres rurales, indígenas?”.
Incisiva, rebate: “Suponen que ya porque estamos aquí hablamos español y no es así, muchas mujeres y niñas todavía son hablantes de su lengua. Eso es revictimizar y eso es no garantizar un derecho de atención médica o acceso a la justicia en nuestras lenguas”.
En su colonia Cañón Buenavista, El Zorrillo, en el municipio de Ensenada, Baja California, Cristina confirma que su comunidad se caracteriza por ser población indígena, jornalera y migrante. Hay un 50 por ciento de mujeres jefas de familia que está a cargo de todos los cuidados, incluso los económicos.
Ante la situación, urgen políticas públicas de atención porque la cadena de cuidados se extiende. Las madres realizan jornadas extensas en los campos agrícolas y sus hijas e hijos quedan a cargo de las abuelas. Esto da cuenta de la alta participación de las mujeres en la producción monetaria de la zona.
El flujo de personas inmigrantes se acelera en el área. Por ejemplo, Cristina también menciona que en el pasado mes de junio familias provenientes de la Montaña de Guerrero llegaron a San Quintín y el Valle del Maneadero, aunque sabe que estas personas se desplazan hacia el Valle de Guadalupe, el Valle de la Trinidad y San Vicente.
Incluso en la misma colonia de la activista reciben a “sus paisanos”, les apoyan con información para saber dónde pueden acudir a trabajar y, desde luego, con todos los programas de atención que ha construido Cristina en su asociación durante estos años.
La política partidista e institucional de Ensenada
Este trabajo fue la base que le permitió adquirir un perfil como mujer indígena en la política partidista e institucional de Ensenada, Baja California.
Desde los 18 años Cristina incursionó en la política; cuando estudiaba la preparatoria ingresó a la gestión comunitaria y social. Al mismo tiempo, participó en el liderazgo de grupos de personas jóvenes desde su iglesia. Este paso la llevaría a ser fundadora de la pastoral juvenil parroquial, para ese momento dirigía a 150 jóvenes.
La fortaleza de convocatoria y confianza que ejercía generaron que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) se acercara a ella, con lo que inició en tareas básicas de activista –como ella llama a sus labores de ese momento–: iba a brigadas, promovía el voto, se relacionaba con las personas en candidaturas y aunque asume que “no contaba con una conciencia de género”, pudo generar oportunidades para ella y su comunidad.
Para entonces, el crecimiento en el gremio político la destacó hasta alcanzar la dirección del Instituto de la Mujer de Ensenada (2017-2019), durante ese periodo tejió alianzas con mujeres jóvenes. Luego de un trabajo en ascenso, la nombraron directora de Desarrollo Social, lo cual la llevó a tener un perfil idóneo como candidata.
Para ese momento, Cristina comenzó a impulsar junto con su equipo de trabajo acciones afirmativas por los derechos de los pueblos indígenas en Baja California, así se dieron a la tarea de conformar un grupo multidisciplinario.
Su liderazgo como mujer indígena seguía cobrando notoriedad entre los integrantes de más organizaciones partidistas, este sería el caso de la “Alianza Va por México” (PRI, PAN, PRD). Sin embargo, se enfrentó a “una experiencia dolorosa” porque integrantes opositores impugnaron su candidatura, lo que llegaría hasta la Sala Superior del Tribunal Electoral. Así, confirmaron su participación apenas tres días antes de las elecciones.
Dicha posición política era muy atractiva porque el distrito XVII es el más grande de Baja California, abarca desde Ensenada y termina en el paralelo 28 en San Quintín. Cristina, además, cubría varias cuotas: podía contender como mujer joven e indígena.
Esta situación que Cristina enfrentó a sus 27 años, apenas en el 2021, le dejó importantes aprendizajes. Ha decidido continuar sus labores en la base más cercana a su gente, a sus compañeras de lucha; sigue en espera de erigir la construcción a un costado de su casa y priorizar la mejora en las condiciones de vida tanto para ella, su familia y comunidad.
Cristina Solano Díaz la “Mujer de la lluvia, hija de la lluvia, hija del pueblo de la lluvia, habla Tu’unsavi, la lengua de la lluvia, de la mixteca”, indígena Ñuu Savi, intérprete traductora, comunicóloga, dirigente estatal, defensora política, lideresa y una aliada en Baja California tras esta retrospectiva confirma que las mujeres no tendrían que vivir esas violencias.
Por eso quizá, ahora, responde más a un camino suave y alejado de maltratos y discriminaciones porque para ella: “La violencia no es necesaria para la vida, las dificultades no deberían ser lo necesario para aprender experiencias, es como romantizarlo”.
De esta forma, tras la pandemia de COVID-19, Cristina adoptó una nueva mirada: se asume como activista, pero desde un camino más tranquilo. Así, contribuye a “propiciar la incorporación de las mujeres indígenas al desarrollo, mediante el apoyo a los proyectos productivos, la protección de su salud, el otorgamiento de estímulos para favorecer su educación y su participación en la toma de decisiones relacionadas con la vida comunitaria”, tal como señala el apartado V del artículo 2 de la Constitución de México.
Cristina, la “mujer de la lluvia, hija de la lluvia, hija del pueblo de la lluvia; habla Savi, la lengua de la lluvia, de la mixteca” sigue sus acciones en favor de su comunidad al tejer redes con otras mujeres y aliadas que hacen de su labor un tejido intercultural y con perspectiva de género indispensable para la garantía de derechos humanos con especial atención a mujeres migrantes y jornaleras en Baja California.