La paradoja de la tolerancia

Charlie Kirk, Jimmy Kimmel y Popper: cuando la tolerancia se vuelve un arma de doble filo

Han pasado 25 años desde el inicio del siglo XXI y, sin embargo, pareciera que seguimos atrapados en viejas contradicciones con ropajes nuevos. Hoy todos tenemos voz: detrás de una pantalla negra, en un comentario anónimo de TikTok o en un podcast improvisado. Nunca fue tan fácil opinar, criticar o exponer una postura frente al mundo. Pero, paradójicamente, nunca fue tan frágil el derecho a hacerlo.

Hace unos días, el asesinato del ultraconservador Charlie Kirk y, apenas ayer, la censura contra el comediante Jimmy Kimmel en Estados Unidos el país que presume ser “la tierra de la libertad” dejaron al descubierto que los límites de la tolerancia son difusos. Más aún, se volvieron tema de guerra cultural: la derecha denunció conspiraciones; la izquierda, vínculos con extremistas. Al final, nadie ofreció pruebas contundentes. Todos opinan, todos gritan, y pocos escuchan.

Y mientras tanto, en TikTok circulan comentarios como “México necesita un presidente como Trump”. Resulta curioso, porque si quienes lo escriben intentaran cruzar la frontera, lo más probable es que la política trumpista no les dejara entrar. Esa es la ironía de los tiempos: admirar al verdugo que jamás te reconocería como igual.

El filósofo Karl Popper ya lo advertía en La sociedad abierta y sus enemigos: una tolerancia sin límites puede destruirse a sí misma. Si dejamos que los intolerantes hablen y actúen sin freno, terminarán por acabar con la misma libertad que les permitió expresarse. Por eso, decía Popper, una sociedad verdaderamente abierta debe aprender a defenderse: no puede ni debe tolerar la intolerancia cuando esta busca suprimir derechos o incitar a la violencia.

Su lección no es cómoda, pero sigue siendo vigente. El nazismo en Alemania se expandió, en parte, porque se toleró demasiado a quienes despreciaban la democracia. Hoy, con menos uniformes y más memes, el riesgo es similar: discursos de odio y teorías conspirativas que se disfrazan de libertad de expresión para minar, desde dentro, la convivencia democrática.

Claro que hablar de censura no es exclusivo de Estados Unidos. En México la vivimos durante más de 70 años bajo el PRI. Allí estaban la frase de José López Portillo “no pago para que me peguen”, la autocensura de medios que preferían callar antes que arriesgarse, y los castigos indirectos como negar papel o retirar publicidad oficial. El caso de Julio Scherer y Excélsior en 1976 ilustra hasta dónde podía llegar el poder cuando un medio osaba incomodar.

Y si volteamos a Chiapas, la situación se vuelve aún más delicada. Criticar al gobierno en turno es casi un tabú: el silencio se impone como norma mientras dura el poder, y solo cuando los políticos se marchan muchas veces a cómodos cargos diplomáticos las críticas emergen, pero ya demasiado tarde.

La paradoja de la tolerancia nos interpela: ¿cómo equilibrar la defensa de la libertad de expresión con la necesidad de contener a quienes la usan para sembrar odio? No se trata de promover la censura arbitraria sabemos demasiado bien en México lo que cuesta, sino de establecer límites claros para quienes buscan destruir la pluralidad.

Hoy, en la era digital, la pregunta es más urgente que nunca. Porque si todos gritamos, pero nadie escucha; si todos opinamos, pero nadie contrasta; si todos exigimos tolerancia, pero solo para nuestras propias ideas, entonces quizá la sociedad abierta que Popper defendía esté en riesgo de cerrarse sobre sí misma.

La verdadera tolerancia no es pasividad ni silencio. Es, más bien, la firmeza de defender la libertad incluso cuando incomoda. Y eso, en estos tiempos de “funas” virales, conspiraciones sin pruebas y nostalgias autoritarias, es más revolucionario de lo que parece.

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