El 5 de junio se celebraron procesos electorales ordinarios en seis entidades federativas: Aguascalientes, Durango, Hidalgo, Oaxaca, Quintana Roo y Tamaulipas. En todas se eligió a la persona que encabezará el poder Ejecutivo y en otras, además, se votó por presidencias municipales, sindicaturas, regidurías, y diputaciones locales. En total, 436 cargos estuvieron en disputa. En este contexto, no es ocioso reflexionar sobre la política, su sentido y contenido. Si es que todavía tiene.
Aristóteles refirió que el ser humano es un «animal político». Esta expresión hace pensar que la política es un elemento intrínseco del sujeto, una capacidad innata de las personas, como respirar. Una parte importante de la teoría política ha recogido esta idea. La vida comunitaria sólo tiene sentido con ella, pero eso no quiere decir que la acción política sea propia de mujeres y de hombres. Más bien, la política se hace presente fuera de «los hombres», diría Hanna Arendt, «con el mundo que surge entre ellos».
Esto quiere decir que la política tiene su lugar entre los sujetos que son distintos, porque es la que ordena la necesaria pluralidad para crear comunidad. Sólo los que son diferentes pueden asociarse para conseguir objetivos compartidos. Es, en sus palabras, «un estar juntos siendo distintos».
Arendt, quien presenció el corazón de la maldad en el juicio al criminal Adolf Eichmann, explica el sentido de la política a partir de su propia experiencia de vida que recoge los momentos más traumáticos de la civilización: la Segunda Guerra Mundial, la persecución nazi, la Guerra Fría, y las Guerra de Corea y Vietnam. En todos estos sucesos, el hombre se volvió máquina y divinidad. Máquina en tanto que actuó automáticamente abandonado la razón y divinidad –transitoria– al elegir quién viviría.
Preguntar qué es la política es detenerse y observar. Desde tiempo atrás se advierte una crisis de las grandes verdades. Los discursos, producto de la modernidad, se derrumbaron con celeridad y, a la par, aparecen otros, impulsados por el anti-intelectualismo que desprecia el razonamiento y la duda permanente, mientras que abraza la monotonía del dogma simple. En este contexto, la política corre el riesgo de quedarse sin sentido, de ser una palabra para justificar un fin vacío, una práctica que reúne a sujetos buscando la satisfacción de su ambición.
La política arendtiana no tiene que ver con el conflicto, las relaciones de mando y obediencia, y la estatalidad. Lo que se asocia tradicionalmente con la política. La política es, para Arendt, la cooperación y la concertación cuyo instrumento es la palabra. La política no coexiste con la violencia ni con expresiones monosilábicas, requiere del argumento.
En los tiempos en donde la amenaza, el asesinato y el secuestro; el soborno, la complicidad y la impunidad son moneda corriente, urge regresar al origen de la política como capacidad de discrepancia civilizada y acuerdo, así sea momentáneo.