La tarde en que mis ancestros me abandonaron (pero yo no los olvido)

Por Sandra de los Santos Chandomi

En medio del calor sofocante y del reconocimiento identitario, participé en un conversatorio sobre la visibilidad de las personas afrochiapanecas. Esta es una crónica personal y política de lo que ahí se dijo… y de lo que aún falta por decir…

Hace un año sufrí un golpe de calor. Me dolía la cabeza, tenía náuseas, mareo y vómito. No fue grave, pero me dejó ciscada. Ayer, camino al conversatorio “¿Dónde están? La visibilidad de las personas afrochiapanecas”, sentí que me pasaría de nuevo. En el evento estuvieron: Vianey Fernández, Jesús Ríos Salgado, Fredy Castillo, Marco Besarez y Benjamín Lorenzana, todos ellos afrochiapanecos y personas muy comprometidas con el tema desde la academia y el activismo. En un principio estaba planeado que moderara el conversatorio, pero ese trabajo lo terminó haciendo Patricia Chandomi, y yo participé como ponente.

Cuando llegué al auditorio de la Facultad de Humanidades de la Unach aún estaba muy acalorada y no podía evitar quejarme del inmenso calor. Benjamin Lorenzana me recordó  la larga data que tiene la población afro soportando las altas temperaturas y yo lo único que alcance a decirle y decirme: “mis ancestros me han abandonado, muero de calor”.

El calor nos fue dando tregua en tanto avanzaba la tarde y mi temor de sufrir otro episodio como el del año pasado se disipó por completo. Mi compañera y compañeros me pusieron, muy pronto, a pensar en otra cosa. Su conversación me tenía tan entretenida que se me olvidaba que no había llegado solo a escucharles, sino también iba a participar. Regularmente, preparo textos escritos para mis intervenciones con la finalidad de ordenar mis ideas y no irme de largo. Llevaba mis anotaciones y el texto que ahora les comparto, pero no pude rescatar todo lo que había pensado porque la conversación se fue moviendo para otro lado y por eso se los comparto ahora.

La verdad es que me encantaría que se pudiera rescatar la intervención de mis compañeros y compañera, que a mí me puso un montón en qué pensar. Admiro la lucha de Vianey y los otros compañeros, cada uno desde el lugar que han decidido caminar. Vianey, Jesús Ríos y Fredy Castillo desde su trabajo en el territorio. El maestro Lorenzana en la academia y Besarez siendo puente con las instituciones.

Les dejo acá mi intervención y ojalá que las iniciativas que ayer conversamos pronto se materialicen.

¿Cómo llegaste a autoadscribirte como una persona afrodescendiente?

No es que Angela Davis o Yanga se me hayan revelado algún día y me hayan dicho: “tú eres afrodescendiente”. La verdad es que, como todo proceso identitario, ha sido eso: un proceso. Y la mayor parte de él ni siquiera ha sido consciente. No hubo una epifanía, sino señales, pistas, anécdotas, y sobre todo silencios. Lo digo así porque muchas veces se espera que una tenga un momento de iluminación, como si la identidad se activara de golpe, cuando en realidad es una construcción larga, a veces dolorosa, muchas veces sin nombre.

Creo que tengo hitos en ese proceso. Creo que a muchas personas afros nos pasa —o al menos a las que he conversado en Chiapas— que el mito del mestizaje no nos alcanza, que lo indígena no nos alcanza. Una se ve al espejo y no encuentra en sí esa narrativa que hay sobre ser indígena, ni tampoco sobre el mestizaje, mucho menos con lo europeo. Nos enseñaron a decir que éramos mestizas, pero en ese mestizaje nuestra historia se borra. Lo indígena es lo que se visibiliza más en Chiapas, pero lo afro suele quedar fuera incluso del imaginario de lo posible. Y aunque ahora hablar de ser afrodescendientes sigue siendo poco común, antes lo era aún menos. Asumirse como afrochiapaneca no solo es un reconocimiento individual, sino una toma de posición ante el borramiento sistemático de la negritud en México y en Chiapas. Autoadscribirse también es un acto de reparación frente a siglos de negación.

La primera vez que viajé en avión iba con mi pelo suelto y el “colochaje” andaba libre por donde sea. Mientras todos ya estaban sentados esperando que el avión despegara, a mí me estaban revisando la cabeza. Porque claro, todos saben que entre los colochos cabe muy bien “un churro” o hasta un refrigerador. Fue de las primeras veces que entendí que el cuerpo dice cosas antes que la boca. Y a veces lo que tu cuerpo dice es leído con sospecha.

Por mi trabajo he viajado en distintas ocasiones a Centroamérica, y más de una vez he temido que no me dejen regresar. Sé que piensan que soy de Honduras. En una ocasión estaba entrevistando a personas migrantes afuera de la estación migratoria, y de la nada salieron oficiales a llevárselos. A mí también me estaban metiendo. Yo decía “prensa, prensa”, y no me creían, hasta que otra compañera periodista les dijo que efectivamente era periodista… y chiapaneca. Ahí me di cuenta de que en mi propio país podía ser vista como una extraña. Que mi tono de piel y mi cabello me podían poner del otro lado del cerco migratorio, aunque como dice el maestro Benjamín “el que nos detenga tenga el mismo color de piel que nosotros”.

Podría contar muchas otras anécdotas, pequeñas cosas que me daban pistas, señales que no siempre supe leer. Pero en este panel está la persona que, sin saberlo, me ayudó a salir del “clóset identitario”. Con Vianey hemos platicado mucho del tema. Creo que ni ella es consciente de qué tanto ha pesado su presencia en mi proceso. Porque una no forma su identidad sola. Una se construye también en la diferencia —cuando dice “yo no soy como ellos y ellas”—, pero donde más se afirma es cuando encuentra a quienes caminan parejo. Cuando encuentra a sus iguales. No me malinterpreten: no hablo de segregación. Hablo de reconocimiento. Entre iguales nos reconocemos, y algo se enciende. El espejo cambia. No es que necesitemos que nos nombren desde fuera, pero cuando una ve a otra que se nombra sin miedo, algo se acomoda por dentro.

Y entonces la autoadscripción ya no es solo una etiqueta: es una afirmación política, es memoria, es resistencia, es comunidad.

¿Consideras que existen obstáculos para reforzar la identidad afrochiapaneca?, si es así… ¿cuáles son estos obstáculos?

Caray… primero habría que preguntarnos si realmente existe una identidad afrochiapaneca. Y mi respuesta es: no, al menos no una única, no una homogénea, no una ya formulada. Como tampoco existe una sola forma de ser indígena, o de ser tuxtleca, o de ser chiapaneca. La identidad no es algo que simplemente se nombra, es algo que se vive, que se construye con el cuerpo, con la historia, con la memoria, con el entorno. Es algo vivo, móvil, atravesado por lo social, por lo político y por lo afectivo.

Y en ese sentido, hay muchos obstáculos. Uno de los que más me preocupa es que ahora están caminando al mismo tiempo el trabajo que estamos haciendo para la autoadscripción de personas afrochiapanecas, pero también de evitar la instrumentación y la exotización de lo afro. Esa tendencia a vernos como algo “curioso”, “colorido”, “distinto”, pero desde afuera, sin preguntarse por nuestras realidades, sin vincularnos con derechos, con historia ni con lucha. Temo que nos convirtamos en una población más “por cuota”, pero en el peor sentido del término. No como una acción afirmativa real, sino como un recurso decorativo o funcional para cubrir exigencias normativas.

Y en nuestro caso puede ser más grave aún, porque ni siquiera hemos tenido oportunidad de construir colectivamente un discurso propio. En Chiapas, a diferencia de lugares como Oaxaca, Guerrero o Veracruz, nos hace falta mucho más proceso de autoadscripción, de conversación entre nosotras y nosotros, de reconocimiento mutuo. Hay quienes dicen que no hay población afro en Chiapas, y lo dicen porque no han aprendido a vernos, o porque no nos han dejado vernos.

Te doy un ejemplo muy claro y muy reciente: en las elecciones pasadas, por primera vez, el Instituto de Elecciones reconoció la acción afirmativa para personas afrodescendientes. Por primera vez. Bastaba con la autoadscripción simple para cubrir la cuota. ¿Qué pasó? Lo mismo que ya ha pasado con las cuotas para mujeres, para personas indígenas, para juventudes: se usurparon. Hubo un partido político en Chiapas donde toda una planilla se autodeclaró afrodescendiente. Toda. No ganó ninguna de esas candidaturas, y por eso el tema no escaló, pero… ¿qué va a pasar después?

El problema no es que se autoadscriban. Todas las personas tienen derecho a postularse. Pero si lo hacen para cubrir una cuota, si lo hacen en nombre de una identidad histórica y marginada, entonces hay un compromiso ético que no se puede eludir. Autoadscribirse no es sólo decir “soy”: es también asumir un horizonte político, reconocer una historia colectiva, nombrar las violencias específicas, escuchar a quienes habitan esa identidad desde la experiencia real, no desde la conveniencia.

Y acá en Chiapas, ese diálogo apenas está comenzando. Nos está viniendo el tema, nos está alcanzando, y ni siquiera lo hemos conversado entre quienes nos reconocemos como parte de esta raíz. Hay obstáculos externos, sí: racismo, invisibilización, desconocimiento institucional. Pero también hay tareas internas pendientes: mirarnos, hablarnos, construir juntas.

¿Qué estrategias propones para que desde la universidad se conozca, reconozca y respete la identidad de la población afrodescendiente en Chiapas?

Creo que de entrada el primer paso, que parece básico pero no lo es, es reconocer que existimos. Que en Chiapas hay personas afrodescendientes, que tenemos historias, trayectorias, aportes y también luchas que han sido sistemáticamente invisibilizadas. Y la universidad, como espacio de producción de saberes, no puede seguir al margen de esa realidad.

La universidad tiene tres funciones sustantivas: investigación, docencia y vinculación. Y es en esas tres donde la identidad afrodescendiente debe estar presente de forma clara, crítica y transformadora. No como una cuota simbólica ni como una actividad aislada, sino como parte integral de su política institucional.

Primero, en la docencia, necesitamos que los planes de estudio integren la historia, las epistemologías y las realidades de las poblaciones afrodescendientes, en particular en contextos como el chiapaneco, donde se ha negado incluso nuestra existencia. La interculturalidad no puede seguir entendida solo desde lo indígena, tiene que ampliarse, complejizarse y territorializarse. Eso implica revisar los contenidos curriculares, formar a quienes enseñan y abrir espacios para que las voces afro estén presentes también como sujetas que enseñan, no solo como objeto de estudio.

En la investigación, hace falta una apuesta clara por estudios afrodiaspóricos, pero desde un enfoque situado, con perspectiva de raíz, con ética. No basta con decir “vamos a investigar lo afro”; hay que preguntarse desde dónde, para qué y con quiénes. La universidad debe destinar recursos específicos a investigaciones que reconozcan las problemáticas, saberes y experiencias de la población afrodescendiente, particularmente en Chiapas, donde la dispersión poblacional ha servido muchas veces como excusa para la omisión.

Y en la vinculación, lo que toca es dejar de hablar sobre nosotras y empezar a construir con nosotras. Eso significa establecer relaciones horizontales con comunidades y colectivas afrodescendientes, acompañar procesos, reconocer saberes comunitarios como formas legítimas de conocimiento, y no reducir la vinculación a jornadas o festivales conmemorativos.

Lo que propongo es que la universidad construya una política institucional antirracista, con acciones claras y con presupuesto, que no dependa de voluntades individuales. Reconocer, conocer y respetar la identidad afrodescendiente desde la universidad no es solo una tarea académica. Es una deuda histórica. Es una forma de justicia que ya no puede postergarse.

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