Las universidades / Eduardo Torres Alonso

Las universidades públicas no son propiedad de nadie. Ni del gobierno en turno, ni de un grupo político, de agrupaciones estudiantiles o sindicales y menos aún de los directivos. Pertenecen a la sociedad. Puede sonar muy idealista lo anterior, pero si se hace un uso patrimonialista de los bienes y recursos universitarios se corre el riesgo de que sus tareas sustantivas (docencia, investigación y difusión de la cultura) se pierdan, convirtiéndose en espacios para la satisfacción de intereses y cumplimiento de cuotas, en detrimento de estudiantes y trabajadores, y a la postre, en menoscabo de la comunidad.

Por su propia naturaleza, las instituciones que reciben el nombre de “universidad” tienen ante sí el reto de dotar al estudiantado de las habilidades necesarias y suficientes para incorporarse al mercado laboral –no puede omitirse la finalidad práctica de la educación, que no debe confundirse con una visión de mercado– y responder a las necesidades de su entorno, pero también tienen una labor más importante: la de ayudar a discernir, a examinar la realidad y a estar en un estado de inconformidad permanente sobre sus propias circunstancias y las de los otros.

En el seno de estas instituciones, en tanto universos concentrados, deben convivir expresiones ideológicas distintas, maneras diferentes de estar en el mundo y otras concepciones de lo que significa ser, sin que alguna de estas partes del todo lastime la dignidad humana, porque si la tarea de sus miembros es preguntarse cosas, no es posible –ni saludable– que haya un único relato aceptado como válido. Son un mosaico de lo que es la población.

Muchas personas desean encabezarlas sin tener conciencia de lo que eso significa, pensando que sobre la marcha irán aprendido a gobernar o que con prebendas pueden acallar las voces críticas. Es una visión equivocada: este tipo de organizaciones socialmente reconocidas requieren personas talentosas, conocedoras de la comunidad, con habilidades para gestionar recursos y atender problemas, y con capacidad de escucha. De otra forma, se extravían. Las universidades no son campos de batalla ni botín, son espacios de deliberación. Es el lugar del argumento y la razón.

Las autoridades tienen una tarea monumental, en ellas recae la responsabilidad mayor de hacer que su comunidad se sienta y esté integrada, se identifique con su institución y, dado el momento, se halle dispuesta a defenderla. Que sea timbre de orgullo pertenecer a ella. Esto no se logra solamente administrando o dando prebendas, se alcanza haciendo cosas, en conjunto con docentes, trabajadores administrativos y de apoyo y, claro, con el estudiantado –en tanto miembros individuales como con las representaciones en los órganos colegiados de gobierno– para crear una narrativa compartida y un futuro común.

En tiempos turbulentos, las universidades son algunas de las organizaciones vivas en el espacio público más estables porque tienen una racionalidad propia, sus tiempos no son los de la política partidista ni electoral, y tienen ese bien escaso que se llama prestigio; además, a diferencia de otros entes, es permeable a los cambios. Eso deseo pensar.

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