Lecciones de Otis / Claudia Corichi

En los primeros minutos del 25 de octubre el huracán Otis de categoría 5 se posicionó en la bahía de Acapulco con vientos máximos sostenidos de 270 kilómetros por hora. La furia de la naturaleza no tenía comparativo; se trataba del ciclón más potente en tocar tierra en el Pacífico con esa categoría y con esa intensidad en los vientos. La catástrofe superaba con mucho al huracán Paulina que azotó el puerto en 1997.

Otis provocó 52 víctimas mortales, 30 desaparecidos, 50 mil viviendas destruidas, daños al 80% de la infraestructura hotelera y pérdidas estimadas en 12 mil millones de dólares de acuerdo con el Centro de Investigación sobre Epidemiología de los Desastres con sede en Bruselas. La devastación del entorno natural del puerto fue tan profunda que las consecuencias se perciben hoy en día.

El Centro Nacional de Huracanes (CNH) de los Estados Unidos difundió en abril un reporte técnico detallado sobre la evolución del meteoro y los 13 avisos emitidos antes y durante su impacto, que se intensificó rápidamente de tormenta tropical a huracán de categoría 5 en tan solo 15 horas. Resulta evidente que ni Acapulco ni ninguna otra ciudad costera del país estaban preparadas para enfrentar un fenómeno natural de tal magnitud, pero la experiencia resulta útil para mejorar los protocolos que salvaguarden vidas y bienes.

A finales de mayo la Oficina de Administración Oceánica y Atmosférica de EU advirtió que la temporada de huracanes de 2024 en el Atlántico sería una de las más activas e intensas en décadas, con la formación de hasta 13 huracanes, cifras que, según esa agencia, están muy por encima del promedio por temporada que es de siete huracanes y que de concretarse podría convertir esta época ciclónica en una de las peores en décadas.

Desde el 28 de junio, el CNH ha emitido alertas sobre la evolución del huracán Beryl que llegó a considerarse potencialmente catastrófico pero que conforme avanzaba se iba debilitando. Aun así representaba una amenaza para la península de Yucatán por la cantidad de agua que traería consigo al impactar el viernes previsiblemente con categoría 1.

En contraste, a mediados de junio la Tormenta Tropical Alberto dejó daños de consideración en Veracruz, Tamaulipas y Nuevo León. Luego de meses de sequía extrema en esas y otras entidades, el acumulado de lluvias que trajo la tormenta era visto como un bálsamo para las ciudades y el campo.

Días después de la catástrofe de Otis visité la periferia de Acapulco para entregar ayuda humanitaria. Pude atestiguar la dimensión de la destrucción y los estragos que dejó a su paso; colchones y estufas en la calle, la gente necesitada de ayuda sobre todo adultos mayores, niñas y niños. La tristeza y desesperación eran comprensibles, pero lo era más, ver la resiliencia y la voluntad de mujeres y hombres para reconstruir su patrimonio y su comunidad y pasar página de esa pesadilla que no se borrará de sus recuerdos.

Aprendamos las lecciones del huracán que lastimó severamente al puerto guerrerense. Debemos estar preparados y tener planes tanto para la evacuación como para los momentos posteriores. No subestimemos a la naturaleza especialmente ahora que el cambio climático provoca que estos fenómenos se conviertan en potentes y recurrentes amenazas.

Estos duros golpes deben ser un llamado en todo el mundo a hacer cambios en la prevención de desastres pero también, en el daño que infligimos al planeta y que con su furia nos lo devuelve.

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