Lupario, una historia de ingratitud

Su padre lo llevó a vivir una situación desesperada. Siendo muy joven tuvo que decidir sobre cosas que cambiarían su vida de una vez y para siempre

Óscar Aquino López / Portavoz

[dropcap]L[/dropcap]upario era muy joven, apenas pasaba los 13 años. Fue entonces cuando, cansado de la vida que su padre le había dado, escapó de su casa con dirección incierta, lo único importante era salir de ahí en busca de paz interior y libertad espiritual.
Llegó el momento en el que simplemente no soportó continuar viviendo al lado de don Evencio, su padre, con quien pasó los peores momentos de su historia personal. Por eso, impulsado por la desesperación, abordó un autobús él solo; se fue sin dejar una nota, algún rastro. En cualquier caso, su padre no se dio cuenta gracias a que había convertido su existencia en una permanente borrachera.
Siendo tan joven, Lupario ni siquiera recuerda con claridad en qué momento, qué año fue ni cómo sucedió que su papá se convirtió en un alcohólico empedernido, en un bebedor descontrolado. Don Evencio, en los últimos tiempos, se había vuelto un vagabundo, un hombre sin presente, cayendo en la estrepitosa espiral de alcoholismo.
Esa noche, con su juventud a cuestas, subió en uno de los autobuses que había en los andenes de salida en la terminal. Buscó su asiento, lo ocupó silenciosamente, sin que nadie le prestase importancia a su soledad, sin que alguien de los que estaban ahí se pudiera imaginar la dimensión del dolor que sentía en sus adentros por tener que irse de su casa y dejar abandonado a su padre.
Atrás dejaba todo su pasado tormentoso, los episodios más dolorosos de su existencia, las humillaciones que sufrió, incluso de su propia familia.
La historia de Lupario comenzó 13 años antes, en un pequeño y gélido pueblo ubicado en un valle, entre las montañas más altas de la región. Nació en agosto, cuando el frío aún se puede soportar, porque en diciembre, ese lugar se siente como el mismo infierno, pero con hielo.
Su madre, la señora Remedios Cova, fue atendida por una partera anciana de nombre Reinalda, ella era la maestra de todas las jovencitas del pueblo que, por gusto o por necesidad, iniciaron su vida en la complicada y valiente labor de recibir bebés en este mundo.
Con toda su experiencia, la señora Reinalda ordenó que no hubiera una sóla luz encendida en toda la casa pues, según ella, la única luz que querían ver era la del alumbramiento del pequeño Lupario. En cuestión de dos horas y media, la partera tenía en sus brazos al bebé, mientras Remedios, exhausta por el esfuerzo, vio por primera vez a su hijo.
Ese día, don Evencio, el padre de Lupario y en aquel entonces esposo de Remedios, no estuvo presente. Lo buscaron por todo el pueblo, preguntaron por él en todas las cantinas, en las casas de sus mejores amigos. No lo encontraron. Sólo hasta mucho tiempo después se supo que, en esa ocasión, Evencio fue encerrado en las celdas preventivas que están cerca de la presidencia municipal. Lo llevaron ahí luego de que el dueño de una tienda lo sorprendió tratando de robarse dos botellas de ron. Al verlo, el dueño gritó llamando a los policías tradicionales, a quienes les contó lo que acababa de ocurrir. Evencio estaba ebrio, no tenía dinero consigo. Todo indica que el vicio del alcohol lo impulsó a intentar robarse las botellas. Los policías se llevaron a Evencio a las celdas, lo encerraron mientras esperaban a que el juez municipal deliberase sobre el caso. Evencio, en la celda, se quedó dormido. Sólo hasta el día siguiente, apareció en su casa, sin idea de lo que había sucedido durante las 24 horas anteriores.
Remedios lo recibió con un evidente gesto de enojo, tenía a Lupario en sus brazos, el hombre no supo qué decir al ver al pequeño bebé cargado por su esposa. Ella le respondió que era su hijo, el tercero. Le reclamó por no haber estado un día antes durante su nacimiento. Él no le contó la historia verdadera de lo que le sucedió horas antes, sino que se inventó una cadena de excusas con las que logró confundir a Remedios hasta que ella cortó la conversación.
Don Evencio era un hombre de pocos remordimientos. Sin embargo, el episodio bochornoso que vivió al ser encerrado por tratar de robar alcohol de una tienda, le hizo, en cierta medida, recapacitar sobre su estilo de vida. Decidió que intentaría dejar de beber y dedicaría más tiempo al cuidado del pequeño Lupario y sus hermanos.
Pero su voluntad no era tan fuerte. Sus deseos de beber y la ansiedad por sentir el embrujo del alcohol apoderándose de su mente y de su sangre, lo dominaron. Apenas un mes después de haber hecho su juramento, recayó. Volvió a la bebida, tal vez con más ganas que antes.
Remedios ya se había encargado de la crianza de sus dos primeros hijos, con el tercero, esperaba contar con la colaboración de su cónyuge en la educación de Lupario, apoyo que nunca llegó. Por el contrario, Evencio desbocó su vida entre el alcohol y la amnesia.
El tiempo terminó de desgastar la relación que desde antes se desmoronaba entre Remedios y Evencio. En uno de sus tantos días de borrachera, Evencio llegó completamente ebrio, en la bolsa derecha de su pantalón llevaba guardada una pequeña botella de aguardiente con un poco menos de la mitad de contenido. Bajo el influjo de intoxicación etílica se acomodó para dormir.
Horas después, en la mañana, Evencio despertó temblando, su cuerpo sudaba frío. Eran como convulsiones que sólo se controlaron hasta que logró beber el poco de aguardiente que había llevado en la botella. Una noche antes, intencionalmente apartó esa porción de alcohol pues con eso saciaría la resaca del día siguiente.
Después de que se calmaron los temblores corporales y la sudoración helada, Evencio recobró la conciencia. Al salir de la habitación tuvo un presentimiento. Buscó por la casa, sólo encontró a Lupario sentado en el umbral de la puerta del frente, cabizbajo, con las mejillas aún húmedas de llanto.
Evencio se acercó a su hijo pequeño, le preguntó por qué lloraba. El niño, entre sollozos, respondió:
-Mi mamá se fue con mis hermanos. Se fueron para siempre-.
Evencio apenas empezó a entender que Milagros los había abandonado. Mientras él dormía, su esposa tomó sus pocas cosas, las guardó en una maleta, la única que tenían y habían tenido en mucho tiempo; con ella se llevó a los dos hermanos mayores de Lupario. Remedios se cansó de vivir la pesadilla de soportar a un enfermo alcohólico que era incapaz de soltar la bebida un sólo día. Para ella, la presencia de Evencio se convirtió en un peso que no estaba dispuesta a cargar por el resto de la vida.
Evencio, escuchando el llanto de Lupario ante el abandono de su madre, intentó consolarlo con un abrazo, pero el niño lo rechazó pues le daba asco el aroma que salía de todo el cuerpo de su padre, el olor a destilado de alcohol le provocaba deseos de vomitar.
En ese momento y como de costumbre, Evencio no tenía un sólo peso, nada con qué conseguir alimento, al menos para su hijo, porque para él lo más importante era que no faltase alguna bebida embriagante en su casa.
A partir de ese día, Lupario comenzó a vivir la peor etapa de su vida. El pequeño, a los seis años, fue testigo de las atrocidades que su padre experimentó por culpa de su alcoholismo. Todas las mañanas, Evencio salía de casa con Lupario, siempre dejaba a su hijo encargado con el señor Felipe Ventura, dueño de un pequeño negocio, cuya mayor atracción era el teléfono de monedas. Las primeras veces, Evencio dijo en el negocio que saldría a buscar trabajo en alguna parte. El problema era que no sabía hacer nada porque nunca aprendió ningún oficio. Al paso de varios días, don Felipe Ventura descubrió la mentira. Evencio, en realidad, nunca salió a buscar trabajo, únicamente dejaba a su hijo encargado y se iba a beber con el grupo de borrachos de siempre.
Una vez que don Felipe Ventura supo la treta de Evencio, le dijo que no podía seguir cuidando a Lupario en el negocio. Durante ese tiempo, en ese local no sólo cuidaron al pequeño, sino que lo alimentaron, asearon e, incluso, vistieron con ropas en desuso que ellos mismos le regalaron.
A partir de entonces, Evencio salía todas las mañanas de su casa, sintiendo en el fondo de su corazón la firme voluntad de conseguir un trabajo y sacar adelante a Lupario. Sin embargo, cada día encontraba nuevos pretextos para interrumpir su búsqueda y, la mayoría de las veces, terminar casi inconsciente de ebrio.
Lupario, en repetidas ocasiones tuvo que quedarse con su padre, acompañarlo en las cantinas donde pasaba horas enteras bebiendo alcohol que la gente le invitaba, y si se acababa la fiesta, aunque no tuviera dinero, Evencio siempre conseguía más bebida fiada en esos tugurios que solía visitar. Al final de cada borrachera, Evencio, casi habiendo perdido el sentido, intentaba volver a su casa. Lupario hacía lo posible por dirigir a su padre rumbo a su pequeño hogar, pero no siempre lo lograba. En ocasiones, fue tanta la embriaguez de Evencio que se quedó dormido en las banquetas. El niño, sin abandonar a su padre, durmió sobre el cemento de la acera, a veces cubriéndose únicamente con papel periódico o con bolsas vacías de cemento.
La vida de Lupario, apenas a los siete años, estaba convertida en un laberinto del que parecía no haber manera de escapar. El pequeño se sentía abandonado, solo en el mundo, con pocas esperanzas de que algo o alguien pudiera sacarlo de ahí.
Tiempo después, un día, Lupario salió a buscar comida y dinero. Su padre se lo ordenó. El alimento sería para el niño, y el dinero, Evencio lo usaría en comprar alcohol. En su andar, Lupario encontró a un familiar suyo con quien no tenía contacto desde que era un bebé. En aquel entonces, Evencio, completamente ebrio, faltó al respeto de sus anfitriones; eran primos suyos. Los comentarios ofensivos hechos por Evencio fueron razón suficiente para que ese día los corrieran de la casa y les cerraran la puerta para siempre. Una vez más, Lupario pagó por los desaciertos de su padre.
Sin embargo, el día que se reencontraron, su tía política lo vio en pésimas condiciones. Estaba delgado; se veía sucio; sus ropas estaban rotas. El niño caminaba solo por la calle sin saber a quién recurrir para lograr el objetivo indicado por su padre, quien se había quedado en casa, intentando dormir a pesar de las convulsiones que presentaba por la necesidad de volver a beber.
La tía política invitó a Lupario a comer. En su casa, le preparó un desayuno; huevos revueltos, frijoles, queso, tortillas y limonada. Fue un deleite para el estómago de aquel pequeño niño indefenso y hambriento. Él se sintió muy agradecido con sus familiares, quienes además, le dieron un poco de dinero. Al final, antes de despedirse, le dijeron a Lupario que pensara si le gustaría ir a vivir en esa casa, ya que ellos querían cuidar de él. En ese hogar sería protegido por el matrimonio y sus dos hijos.
Al volver a casa, no encontró a su padre, éste salió desesperado en busca de que alguno de sus compañeros de borrachera le brindase un trago para calmar la resaca y el deseo de volver a intoxicarse.
Lupario esperó todo el día. Llegando la noche, decidió, sin titubear, ir a la casa de sus familiares a vivir con ellos; ojalá allá pudiera sentir el calor de hogar que tanto extrañaba. Se fue sin nada más que lo que llevaba puesto. Dejó en casa de su padre el dinero que le habían dado en la mañana.
Evencio encontró el dinero. Con él bebió por cinco días; sólo paró en pequeños espacios de tiempo para dormir. Estaba olvidado de todo lo demás en la vida, incluido su hijo, a quien dejó de ver en esos días. Lupario, por su parte, se sentía regocijado de poder dormir en una cama tibia y limpia; de poder alimentarse adecuadamente. Sus familiares lo adoptaron como un hijo más. Sin embargo, la idea no fue del agrado de sus dos hijos.
Por un lado, Cassandra, la hija mayor, decía sentir desconfianza al tener en la misma casa a Lupario; pensaba que él podía haber adoptado algunos de los hábitos de su padre, como el de robar. Por otra parte, Jorge Eugenio, el hijo menor, se sintió desplazado cuando le dijeron que Lupario dormiría en la misma habitación con él. Los dos hijos eran adolescentes, ambos mayores que el nuevo habitante de la casa.
Las cosas se pusieron difíciles. Los dos hijos, a escondidas, maltrataban a Lupario. Le hacían comentarios hirientes acerca de sus padres; se burlaban de él por no tener dinero; por mencionar sólo algunas de las maldades. Sin embargo, cuando estaba presente el matrimonio, los dos fingían ser cariñosos y bondadosos hacia Lupario. Nada más falso.
La Navidad del año en que Lupario cumplió nueve años, el matrimonio compró regalos para él y sus dos hijos biológicos. A él le tocó un cochecito a control remoto, algo que nunca había visto. Fue lo mejor que le hubieran regalado en la vida. Se sintió feliz hasta llorar de emoción.
Una semana después, Lupario se dirigió hacia la habitación que compartía con Jorge Eugenio. Al entrar, lo encontró jugando con el carrito de control remoto. Lupario pidió su coche. Jorge respondió que no se lo daría porque a partir de ese momento dejaba de pertenecerle pues se lo estaba confiscando en pago por todo el tiempo que había vivido en esa casa. Se formó un lío enorme, porque Lupario, enfurecido ante el abuso del que estaba siendo objeto, rompió a golpes la nariz de Jorge y destrozó el carrito con un martillo.
-Ese carrito me lo regalaron a mí, y si no es mío, no va a ser de nadie-. Gritó llorando de rabia.
Las versiones del incidente fueron manipuladas por Jorge Eugenio y su hermana. Ambos se pusieron de acuerdo para contar lo ocurrido cuando sus padres preguntasen. Jorge contó que él sólo había pedido prestado el coche por un momento para jugar con él, pero que, en respuesta, Lupario se enfureció y gritó que no lo prestaría con nadie. Según Jorge, fue agredido sin explicación.
El matrimonio confió en la versión de Jorge Eugenio. Echaron a Lupario. De nuevo estaba en el desamparo, a menos que volviera a su vieja casa, en busca de su padre, si es que éste seguía vivo.
Las condiciones de vida de Evencio no cambiaron mucho durante el tiempo que Lupario vivió con sus familiares. A pesar de que consiguió un empleo como peón de albañil, seguía profundamente enviciado con el alcohol. Por ello, cada semana, cuando recibía su raya, el dinero desaparecía en pocas horas, pues lo gastaba en cantinas y en pagar deudas anteriores.
Evencio aprendió a trabajar borracho. Todos los días, antes de llegar a la construcción, pasaba a la tienda a comprar medio litro de aguardiente, el cual llevaba al trabajo; ahí, de vez en vez hacía pausas para, a escondidas, beber sorbos de la botella.
El tiempo transcurrió, la vida de Lupario seguía siendo miserable, oscura y triste al lado de su padre. Sin embargo, a los 11 años tuvo su primer trabajo. En el local de don Felipe Ventura, donde tiempo antes pasó muchos días bajo el cuidado de esa familia, Lupario se convirtió en el ayudante de mostrador, despachando abarrotes.
Así logró, primero, evitar volver a sufrir hambre. Con su sueldo compraba alimento nada más para él, no conseguía comida para su padre pues decía que él ganaba su propio dinero, con el que podría comer si quisiera.
Durante los siguientes tres años, Lupario siguió trabajando en el local de don Felipe Ventura. Con el paso del tiempo se ganó la total confianza de los dueños. Él decía que era la única manera en la que podía pagarles por haberlo cuidado. En ese tiempo ahorró dinero pensando emplearlo en algo que pudiera cambiar su vida.
El día llegó, después de mucho pensar y planear lo que haría, Lupario, por fin, tomó la decisión. En una pequeña bolsa de plástico puso las pocas ropas que poseía. Esa noche, su padre llegó, como todos los días, ebrio. Antes de dormir, llorando quiso abrazar a Lupario, pero éste evitó acercarse pues el olor a alcohol destilado que salía de todo el cuerpo de su padre le provocaba náuseas.
Sollozando, con las palabras cortadas, Evencio juró a su hijo que a partir del día siguiente dejaría para siempre de beber. Lupario no le hizo mucho caso, simplemente le ayudó a llegar a la cama, lo acostó y ahí lo dejó dormido. Unas horas antes de eso, Evencio cobró su raya en la obra donde trabajaba. De ella, guardó la mayoría pues se dijo a sí mismo que ya era suficiente borrachera, había que parar. El dinero estaba en la bolsa de su pantalón, no era mucho, pero era de ayuda. Lupario, al dormir su padre, revisó las bolsas, encontró los billetes.
Después juntó esa cantidad con lo que tenía ahorrado desde antes, todo lo puso en la bolsa de plástico y ésta a su vez fue puesta debajo de la almohada. Lupario durmió dos horas. Sólo dio tiempo para que su padre estuviera profundamente dormido; entonces salió de su casa, consigo sólo llevó la bolsa con ropa y dinero.
Antes de que saliera el sol, abordó un autobús de transporte público. Antes de eso no habló con nadie; no dijo hacia dónde iba, simplemente se fue. En la mañana, Evencio despertó enfermo por la resaca. Buscó su dinero en la bolsa del pantalón, pero no encontró nada. No estaba seguro de haberlo guardado, pero lo necesitaba para saciar su incontrolable deseo de beber.
Tardó cuatro días en percatarse de la ausencia de Lupario. Hasta entonces preguntó en el pueblo si lo habían visto; alguien le dijo que muy temprano, antes de que saliera el sol, lo vieron subiendo en uno de los autobuses que van a la gran ciudad.
Desde entonces no volvieron a saber nada de Lupario. Unos dicen que fue en busca de su madre y sus hermanos, otros creen que huyó lejos de ahí. Lo último que se supo es que Evencio murió en su casa, su cuerpo prácticamente fue consumido por el alcohol. La cirrosis acabó definitivamente con él. Fue hasta el día del funeral, cuando Lupario volvió a aparecer. Lo vieron en el sepelio de su padre. Dicen que cuando se asomó en el féretro, abrazó la caja de madera y susurró: -Te doy las gracias papá, por la vida que me diste. Te recordaré siempre como el mejor ejemplo de lo que no quiero para mi vida-.

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