Comida para cocodrilos
Una noche pude haber sido comida para cocodrilos.
Me aferré al volante del coche rojo que él me había dado como compensación por los daños materiales causados. Era mío, pero a su nombre. Como todo. Al final, cuando me fui, también se lo quedó. Pero esa noche no era un coche: era mi salvavidas.
Recuerdo su fuerza jalando mis piernas, los golpes que buscaban soltarme, la furia en sus manos. Yo quería vivir. Y mis ganas pesaron más que su odio. Allá al fondo, unas luces se acercaron y detuvieron su intento de lanzarme al agua desde el puente que daba a casa.
Eso fue: tentativa de feminicidio. El intento de quitarle la vida a una mujer. No lo logró, pero dejó marcas. Dolor en la espalda. Moretones oscuros. Y una herida que no sangra, pero no cierra.
Todavía hoy me cuesta decirlo sin vergüenza. Todavía resignifico la culpa. Pero la culpa no es de quien sobrevive. No es de quien huye. Es de quien agrede. ¿Qué tiene que vivir una mujer para abandonar el único espacio que debería ser seguro?
Según el informe Femicidios en 2023, una mujer es asesinada cada diez minutos por su pareja o un familiar. Solo en 2022, en México, más de 20 mil niñas y adolescentes fueron atendidas por violencia familiar. Más de 27 mil mujeres mayores de 15 años también lo fueron, según el Censo 2020. Las sobrevivientes de tentativa vivimos en el umbral entre la violencia doméstica y el feminicidio.
El Código Penal Federal lo define claro: existe tentativa cuando alguien realiza actos que deberían producir un delito, pero no lo logra por causas ajenas a su voluntad. Existe tentativa de robo, de violación… y sí, también de feminicidio.
La tentativa de feminicidio es cualquier acción con intención de matar a una mujer por razones de género, aunque no se concrete. Sin embargo, entre 1.7 millones de denuncias en 8 años, solo se han abierto 781 carpetas por este delito. Es decir: el 0.04%. Solo cuatro estados lo reconocen en su legislación.
Pero no son solo números. Somos historias.
La mía tardó más de diez años en nombrarse. Porque este delito se diluye entre lesiones, amenazas y violencia familiar. Se pierde en el sistema. Se entierra en el silencio.
Hoy sé que no estoy sola. Conozco a más mujeres como yo: atrapadas en procesos legales interminables, viviendo con estrés postraumático, protegiéndose del recuerdo. Mujeres que ya no están, porque el Estado no llegó a tiempo. Mujeres que, como yo, siguen vivas, pero luchando por vivir.
Sobrevivir no es el final. Es apenas el comienzo de otra batalla: la de reconstruirse. Porque en la sobrevivencia también se materna, también se trabaja, también se sostiene la vida todos los días. Sin tregua. Sin pausa.
Y aquí estamos. Resistiendo. Desde la raíz.