Mandrágora / Ednita Montoya

El día que me fui

Once mujeres son asesinadas cada día en México. El 18 de noviembre de 2015, pude haber sido la número doce. Esa fue la razón por la que me fui, pero la violencia no terminó. Porque el feminicidio no acaba con la distancia: persigue. Acecha. Respira detrás de la nuca de quien sobrevive. No siempre ocurre al lado del agresor. A veces, ocurre después. Y muchas veces, el Estado no llega. La justicia, tampoco.

Días antes, tras una discusión por la pensión alimenticia de mis hijas, me bajó descalza en plena carretera, de noche, sin pertenencias. Ya antes me había estrellado contra el tablero. Esta vez decidí bajarme. Caminé a oscuras. Luego volvió por mí. Las niñas dormían en el asiento trasero. No dije nada. Al día siguiente, ellas me confesaron que ya no querían estar ahí. El ambiente era hostil. Les prometí que en diciembre nos iríamos. Una de ellas respondió: “No. Tú te vas. Papá dijo que tú te vas.”

Ese martes, subí su ropa al coche y las llevé con mis padres. Pensé: si él me mata, ellas no se quedarán con él. Ese mismo día volví por mis cosas. Él estaba furioso. “Vas a pagar por habérmelas quitado.” Me mudé de cuarto. Se acabó el silencio ante sus agresiones sexuales.

El miércoles, durante la cena, me dijo que me haría sufrir. Ya pasaba mucho tiempo en un pueblo cercano, Plan de Ayala. Le propuse separarnos si había otra persona. Bastó ese gesto para que la mesa desapareciera y yo quedara bajo él, con un cuchillo en la garganta. No grité. No lloré. Sabía que si luchaba, no saldría viva. Pasó el filo por mi cuello, mi cuerpo, mi cara. “Por valiente te va a llevar la chingada.” Un ruido afuera lo hizo levantarse. Salió con el cuchillo. Corrí. Me encerré en el cuarto de mis hijas. Escribí. Avisé. Sabía que debía irme. Esperé a que se durmiera, subí poco a poco mis cosas durante toda la noche y el 19 de Noviembre con lo necesario en la cajuela y 500 pesos que guardé en un agujero de las patas de la cama huí.

En Chiapas, 20 feminicidios han sido registrados en seis meses. No son accidentes. No son desconocidos. Son hombres que ya habían violentado antes. Mujeres que huyeron. Que denunciaron. Mujeres como yo, que vivimos entre la violencia familiar y el feminicidio.

La Ley General de Acceso a una Vida Libre de Violencia, vigente desde 2007, obliga a prevenir, sancionar y erradicar la violencia de género. Hay fiscalías especializadas, órdenes de protección, protocolos. Pero entre el papel y la realidad hay una grieta inmensa.

De 2022 a 2025, solo cinco sentencias se han dictado por tentativa de feminicidio. Este delito suele esconderse bajo figuras como violencia familiar o lesiones. Pero si alguien intenta matarte por ser mujer, eso es tentativa de feminicidio. No otra cosa.

¿Qué me salvó?

La sobrevivencia. Vivir en alerta me salvó. Ser esa pareja “ejemplar” que calla, que cocina, que no reclama. Me alejé de mi familia, de mis amistades. No quería que vieran que ya no era yo. Aun así, algunas personas vieron los moretones. Las marcas. Nadie me rescató. Me fui sola.

Hice tres denuncias penales. Me despidieron como represalia para forzar el perdón. Pero no me doblé. Me sostuvo la resistencia, mis amigas, mi abogado, mi terapeuta, los medicamentos. Me sostuvo el amor por mis hijas.

Irse es un acto de amor. Pero no basta con ver la salida: hay que construirla. Hay que tener el valor de tomarla. Porque a veces, en la mira de un agresor, un segundo decide si vives o mueres.

En medio del miedo, también se piensa en el suicidio. Porque no es falta de amor propio: es agotamiento. Es dolor. Pensar en el futuro me sostuvo. Pensar en ellas me sostuvo.

El día que me fui, no solo empaqué ropa y juguetes. Me llevé una vida que se rompía, el miedo de maternar sola, la certeza de que nadie debe quedarse donde su vida está en riesgo.

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