Una de las razones por las cuales las personas que se dedican a la política tienen una baja estima por parte de la sociedad, es porque carecen de confianza y esto es así, entre otras razones, porque una porción mayoritaria de la población piensa que dicen mentiras. Éstas, como decisión racional, si las pronuncian, les ayudan a los políticos a seguir estando en la vida pública a costa, precisamente, de la credibilidad. Pero, ¿qué importa? Si en la política –la mala, la denigrada– hay que falsear.
Algo hay de cierto. La mentira ha estado presente en la disputa por el poder y su ejercicio. ¡Qué escenario tan reconfortante y alentador! Por eso, muy pocos se escandalizan cuando se informa que un político ha sido desmentido. El binomio política-mentira existe, pero no debe ser asimilado como natural, ya que si así fuera, la comunidad y la política serían imposibles.
Conviene traer a este tema, una frase de Albert Camus, localizada en una entrevista publicada en Le Progrés, de Lyon, en 1951: «Ninguna grandeza se ha fundado jamás sobre la mentira.» Cierto: la mentira acorta el camino, franquea una puerta o descomplejiza el problema, pero todo momentáneamente. La ambición de algunos hace que en su afán de «ser algo», recurran a la práctica de la mentira para cumplir sus objetivos; sin embargo, la política, en la medida que es una tarea para el bien común, no puede sino derrumbarse cuando el mendaz intenta edificar. Todo se cae porque se construyó sobre el aire, ya que –como dice la paremia– tarde o temprano, la verdad aflora, a pesar de que la mentira haya sido parte de un plan estratégico. Quien miente es peligroso, no hay duda de ello, porque planea, ordena, piensa, discierne y actúa en función de esa mentira.
El efímero triunfo de la mentira es sustituido por la duradera verdad. Seamos estrictos: la mentira y la política son agua y aceite, aunque no parezca así. Las mentiras deben ser censurables y quien miente desacreditado.
Ellas deforman la realidad para un fin particular. Son la perversidad en acción. El mentiroso con autoridad pública viola el pacto que la ciudadanía ha hecho con él. Frente a su acción, no se requieren ejercicios conservadores de moralización sino políticas públicas: más transparencia y mejor rendición de cuentas. Si todas las personas saben, las mentiras y el deshonesto proceder serán menores.
La mentira es producto de falsos incentivos, de considerar a los otros como ignorantes y prescindibles, y de una confusión en el sentido de comunidad. Los políticos requieren de la confianza de la sociedad, la mentira –vínculo débil con la acción pública– significa su entierro, aunque, por momentos, les sirva para escalar hasta el paraíso.