Mundo raro / Ornan Gmez

Pasito a pasito

Ximena abrió los ojitos y sonrió al mirarme frente a ella. Un brillo como de luciérnaga iluminaba sus ojos. La besé y me despedí. En el patio, la luz del sol era como una caricia, en tanto los pajarillos trinaban sobre las ramas del durazno y el aguacate. Entré al estudio y abrí Cuentos completos de Juan Carlos Onetti. Cuando me acomodaba sobre la silla, escuché los pasos de Rita. Abrió la puerta y señaló a Ximena que sonreía y me llamaba con las manitas. Te quedas con ella porque tengo sueño, dijo mientras dejaba a la pequeña sobre el piso.
Bla, bla, balbució Ximena. Me acerqué, le tendí la mano y caminamos a la sala. Mientras lo hacíamos, pensé que con sus balbuceos me contaba una historia. Bien podría ser el sueño de anoche. Uno donde caminara de aquí para allá. Ta ta ta, dijo y continuó caminando, mientras iba tirando balbuceos que ni ella entendía, pero que disfrutaba. Trastabillaba porque sus piernitas, débiles aún, no soportan el peso de su cuerpecito. Mientras caminaba, pasito a pasito, me pregunté qué aspecto físico tendría de grande. ¿Alta? ¿Delgada? ¿Llenita? ¿Enojona? ¿Le pegaría al novio o a sus compañeros de clase en la escuela? ¿Los profesores me mandarían llamar para decirme que Ximena, de nuevo, golpeó a un niño que lo estaba molestando?
Por un momento la imaginé alta y con los cabellos negros, sin peinar, hasta la cintura. En cola de caballo, para que le permitiera ir de aquí para allá sin preocuparse de peinárselos. Pantalones ajustados y botas mineras. Una mochila de cuero a la espalda, donde, sin duda, llevaría un libro. Lo digo porque, ahora, de pequeña, le gusta visitar el estudio y desparramar los libros que están sobre los estantes. Llega, patea la puerta y entra. En el librero, los libros reposan como pájaros. Estira la mano, toma uno, lo muerde y lo arroja al piso. Y así continúa hasta que Eduardo, su hermano, viene y le dice que no, que deje de estar tirando los libros porque eso representa trabajo para él.
Eduardo, desde luego, le huye a toda actividad que represente esfuerzo físico. Y no se lo reclamo porque en ello se parece a mí, que cuando Rita me sugiere limpiar el patio de hierbajos, ir por la despensa al mercado y a Aurrera, barrer y trapear el piso de la casa, lavar los baños, limpiar la cocina, entre otras muchas cosas, yo empiezo a sentir un dolor agudo en la espalda. La lumbalgia, le digo con el semblante descompuesto. Ella me mira desconcertada. Me duele la lumbalgia, y pongo ojitos de borrego a punto del sacrificio. ¿De verdad?, pregunta incrédula. Asiento, porque, de pronto, mis piernas empiezan a entumirse. Sí, mucho, digo con un hilito de voz, pues el dolor ya es intenso. Ve a descansar, me dice condescendiente. Y yo, volando, salgo de su presencia. Voy a recostarme a la habitación o al balcón, porque así lo recomendó el doctor. Mientras estoy allá, abro un libro y me olvido de la lumbalgia.
Y a Eduardo le pasa lo mismo. Le dice a Ximena que no tire sus libros al piso, porque ello haría que se tenga que agachar, lo cual podría generarle una molestia física en la cintura. Yo asiento, mientras los miro dialogar. Ximena se le queda mirando y balbucea. Eduardo le toma sus manitas e impide que siga tirando más libros. Mi pequeña se me queda viendo a punto del llanto y tengo que intervenir. Le digo a Eduardo que le permita hacer lo que está haciendo, porque de esa manera su hermana desarrollará el gusto por los libros. Los ojos de Eduardo se convierten en agujas que me traviesan. Pero tú vas a levantarlos y a ordenarlos, dice amenazante. Yo asiento con resignación.
Eduardo sale del estudio y va a su habitación donde seguirá dibujando o creando imágenes con plastilina. Luego encenderá el televisor y verá algún documental sobre ciencia y tecnología que, más tarde, a la hora de la comida, nos contará a su madre y a mí.
Por eso pienso que como a Ximena le gusta ver los libros de su hermano, será lectora. Así empezó Eduardo. Primero fueron libros mordidos y desojados. Luego se interesó por sus propios libros, al grado que hoy, a sus ochos años, decide lo que desea leer. Yo, como es de suponer, debo tener dinero necesario para comprárselos.
Por eso a Ximena, mientras caminábamos a la sala, la imaginé lectora y rebelde. Rebelde porque defenderá sus ideas. Quizá los golpes a sus compañeros son una exageración, pero me gusta la idea de que Ximena sea golpeadora de niños abusivos. Sí, que les pegue patadas y puñetazos. Incluso, pensé con malicia, podría practicar karate para que se defienda mejor de los abusivos. ¡Dios!, me dije. Estás excediendo tu imaginación. A este paso que vas, convertirás a tu hija en sicario, pensé. Sonreí, mientras ella seguía balbuceando y tirando de mi mano.
Ahora volvíamos al estudio.
Sin embargo, cuando la miré tierna e inocente frente al librero, deseé que mi pequeña se quedara así, para que siempre, con sus manitas, buscara mi mano para caminar por la casa. Suspiré nostálgico.
Ximena, cansada de tirar libros, tomó uno y empezó a leer. Sólo que el libro estaba de cabeza. ¿Acaso no está leyendo?, me pregunté. Desde luego que sí, respondí. Está leyendo colores e imágenes.
Ba-ba, dijo. Eso significaba que teníamos que salir del estudio e ir a otra parte. Me levanté de la silla, le tendí mi mano y salimos. Era momento de visitar la cocina, pensé cuando ella se dirigió hacia allá. Allí, seguro, habría problemas. La última vez que estuvimos ahí, Ximena dejó sobre el piso los aceites, las galletas, la sal, algunos huevos, sartenes, vasos, cucharas, tenedores, semillas, limones, papas, tomates, plátanos y otras cosas. Mientras ella tiraba, yo leía a su lado. Que se divierta, pensaba en ese momento.
En esa ocasión, cuando ella terminó de tirar cosas y yo cerré el libro y miré el desastre, le sugerí que pusiéramos pies en polvareda. Si Rita llegaba, el afectado sería yo. Barrería, trapearía y organizaría de nuevo las cosas. Ximena entendió mi temor y salimos hacia el jardín. Y allá se entretuvo con un chapulín, mientras yo, de nuevo, volví a mi lectura. Minutos después, Rita bufaba frente al tiradero. Sin embargo, cuando vio que Ximena reía ante el chapulín que no dejaba atraparse, empezó a sonreír. Es imposible con ustedes, dijo. Siempre que te quedas con ella, la casa termina un desastre. Y tenía razón. Sin embargo, ¿qué importancia tenía la casa, si mi pequeña empezaba a explorar el mundo?
Por eso ahora que Ximena se dirigió a la cocina, empecé a sudar. No pararía hasta dejar todo sobre el suelo, mientras yo, a su lado, seguiría leyendo Cuentos completos de Juan Carlos Onetti.

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