Después de 16 años al frente del gobierno alemán, la mujer europea más importante de este siglo y una de las de mayor peso en la historia de la humanidad, fue despedida con un homenaje de las Fuerzas Armadas. Angela Merkel dijo adiós a su servicio gubernamental acompañada de Nina Hagen –hecha presente por las notas musicales–, quien popularizó Du hast den Farbfilm vergessen («Has olvidado la película de color»), una canción que criticó al régimen sin libertades de la República Democrática Alemana, territorio ocupado por los soviéticos durante la Guerra Fría, en donde Merkel vivió su infancia y parte de su adolescencia.
La selección de canciones de la excanciller para la ceremonia Großer Zapfenstreich –un himno cristiano, una pieza sobre la ambición juvenil y la de Hagen– hace recordar la importancia que tiene la música para encarar al poder y a la cultura hegemónica. Con aquella se han recreado y potenciado las denuncias contra la desigualdad, el patriarcado, el capitalismo, en fin, la violencia, fueron origen y consecuencia de utopías, alternativas, terceras vías, y pusieron en el centro la dignidad de la persona.
Cuando se empieza a sentir un clima que empieza a contaminar la creatividad y, con ella, la libertad; se advierte la predominancia de una idea; la disciplina comienza a ser total, y el Estado se mete hasta la recámara, surgen sonidos que cuestionan lo que ocurre, porque esa situación no es natural. Lo normal es convenir en lo fundamental, discrepar y dialogar.
Bob Dylan y Bruce Sprinsteeng, cada quien a su manera, cuestionaron a la sociedad estadunidense, la idea del «sueño americano» y el American Way of Life; Bono, de U2, protestó cantando Sunday Bloody Sunday contra la represión del ejército británico al pueblo irlandés, en 1979; o las canciones latinoamericanas que objetan las condiciones de marginación y explotación de la población de la región, son muestra de que la música le dice a ricos y pobres, a mujeres y hombres, a jóvenes y viejos, que lo que ocurre no está bien. Así de claro y de directo. Woodstock y Avándaro, vistos tan recelosamente por los gobiernos de Estados Unidos y México, marcaron a toda generación con un tatuaje contestatario.
John Lennon con «Imagine» y Aretha Franklin y «Rock Steady» comparten el prestigio de haber sido censurados por el régimen franquista que consideró a esas canciones como contrarias a las buenas costumbres, porque la primera hablaba de la inexistencia de la religión, mientras que la segunda era excesivamente erótica.
Los sátrapas y los autócratas se preocupan por lo que la población escucha, porque en las canciones y en sus movimientos –de cuerpos y de ideas– se encuentra el germen del cambio.
La música ha sido perseguida por la ignorancia, la incompetencia y el analfabetismo sensorial. Como a todas las artes, los regímenes autoritarios temen y censuran los acordes y letras que no se ajusten al metrónomo oficial que ensordece a quienes sólo eso escuchan.