No deberíamos estar acá / Sandra de los Santos Chandomi

El cuerpo avisa cuando se está en el lugar equivocado. La necesidad de correr en sentido contrario del peligro no empieza en las piernas, sino en el estómago. Le da a una la misma sensación de cuando se sube y baja de una rueda de la fortuna. Esta vez el cuerpo no me avisó nada, solo algunas veces  pensé: “no debería de estar acá”, pero nunca sentí la necesidad de correr. Ahí me quedé por casi tres horas.

Ese día fui a la marcha por el asesinato de un compañero periodista, llevaba puesta una playera morada con una leyenda que dice: “nos queremos vivas e informando”. Había conversado con varias compañeras sobre las condiciones de trabajo, venía pensando que las cosas están peor que cuando hacía diarismo…antes tan solo teníamos que lidiar con la censura del gobierno, la explotación laboral de los empresarios de los medios, ahora, todo ha empeorado. El crimen organizado está en todas partes, en todas.

Entré a una tienda del centro buscando una camiseta negra y mientras esperaba a pagar coincidí con dos mujeres venezolanas (en ese momento no sabía su nacionalidad), pero su corporalidad gritaba que no eran de aquí: altas; su color piel era más cercano al color del cacao que de la canela; con amplias caderas y su pelo trenzado. Podrían haber pasado como mujeres de la costa, pero su acento, sus compras y su forma de andar las delataba. Tampoco ellas tenían intención de ocultarse. No tendrían por qué hacerlo.

Les pregunté si ellas podían trenzarme, y me dijeron que no sabían, pero en el hotel que estaban hospedadas y que estaba a tan sola una cuadra de donde estábamos, podría encontrar a una mujer de República Dominicana que por 50 o 100 pesos me trenzaría el pelo. Les pedí ir con ellas, y me dijeron que sí, pero tenían que hacer otras compras.

Íbamos caminando sobre la calle central, cerca de la zona de mercados, en donde no importa la hora ni el día todo el tiempo hay movimiento. Me empecé a dar cuenta que en las calles no solo había vendedores ambulantes, señoras que regatean por unas cebollas o plátanos, gente que entra y sale de las tiendas; también había en varios lados niños, niñas y adolescentes que también eran migrantes.

Las mujeres venezolanas con las que caminaba me iban preguntando dónde encontrar algunos víveres y cosas de higiene personal, calculo que ni una de las dos rebasaba los 35 años. Ellas irían a comprar varias cosas así que me dijeron que lo mejor era que yo me fuera por mi cuenta al hotel a buscar la chica que me trenzaría. Solo tenía que preguntar por ella en la recepción.

El hotel está en pleno centro, es un edificio que se habrá levantado en los años 60´ y que no creo que desde ese entonces haya recibido algún tipo de mantenimiento mayor. Un hombre de unos 45 años, que no era amable, pero tampoco grosero, me topó en la entrada. Tenía un radio en la mano y un celular en la otra…

-A dónde va?

Le expliqué que buscaba a una chica de República Dominicana para que me trenzara, que me había encontrado a sus amigas y ellas me dijeron dónde encontrarla. Me dio un número de cuarto y me dijo que podía subir por el elevador.

Hace unos meses fui a Cintalapa y en el hotel donde nos hospedamos también había migrantes, pero ocupaban algunos cuartos y asumí que en este caso se trataba de lo mismo. Entré al elevador y cuando empezó a ascender fue la primera vez que me pasó por la cabeza: “Qué hago acá?”. Pero mi miedo más era porque ese elevador, que hacía más ruido que avanzar, se fuera a caer. Por fin…llegué al cuarto piso…

Al salir del ascensor me esperaba un joven alto que sabía que buscaba a la chica de República Dominicana que hace trenzas, me dijo que me siguiera por todo el pasillo y que al fondo la encontraría…fui pasando por un pasillo largo con un montón de puertas…421, 422, 423, 424….por fin llegué al cuarto 435, era el último. Era el único cuarto con la puerta abierta, ahí estaba Liliana cocinando en una pequeña parrilla eléctrica. El lugar no era más grande que la habitación de una casa de interés social. En ese espacio había una cama individual con sábanas viejas, una mesa de madera y una repisa en la que estaban unos sartenes y la parrilla en la que cocinaba Liliana.

No pasé al cuarto, desde la puerta le dije quién era y qué quería…me dijo que me trenzaría, pero que tenía que esperar a que terminara el “sancocho”, ahí supe qué estaba cocinando. Me dijo que la esperara en los sillones que estaban abajo. Regresé por el mismo pasillo y ahí me di cuenta que había otro cuarto abierto en el que estaban arrumbados un montón de bases de cama y colchones. Me seguí de largo, pero esta vez ya no utilice el elevador, sino me fui por las escaleras.

Fui bajando piso por piso y en cada uno era una sorpresa diferente. En donde estaba Liliana, no había gente. Solo me encontré con ella y el joven que me indicó dónde encontrarla, pero de ahí ni un alma. En el tercer piso habían personas por todos lados: en los pasillos, los cuartos, la sala en común. La mayoría eran niños, niñas (creo que vi a lo mucho dos niñas) y adolescentes (también habrá sido unas dos a lo mucho). Apenas logré identificar un par de adultos. Nadie parecía reparar en mi presencia, todos andaban en su propia dinámica: aventándose cojines, revisando su celular, intentando dormir, comiendo frituras y refrescos. Empezaba a entender qué pasaba. Bajé al siguiente piso, había menos gente, pero se notaba que era un lugar habitado. Había familias completas. Nadie se daba cuenta que ahí estaba.

En el primer piso lo visible era una amplia sala -también muy vieja- que estaba en una especie de recepción. Ahí estaban unos cuatro hombres, con radios en las manos, alcancé a ver envases de caguamas y frituras. Pasé a lado de ellos y les dije “buenas tardes” y me seguí de largo, pero dos me alcanzaron y se me pusieron en frente.

-¿A dónde vas? ¿Pediste permiso? Me dijeron…

Los hombres se tambaleaban de lo ebrios o drogados  que estaban (o ambas)  y aunque trataban de reclamarme algo los notaba más bien apenados, tímidos al tratar de increparme…los dos se pusieron frente a mí en las escaleras como intentando no dejarme pasar, pero quedé frente a una ventana y desde ahí veía la calle cerca y eso me daba mucha seguridad, además de que en el estado de que estaban esos hombres era muy fácil empujarlos por las escaleras…lo único que les conteste fue…

-¿Perdón? ¿Pedir permiso?

Uno de ellos se dio cuenta que no era de las personas que se quedaban en el hotel, y se lo hizo ver al otro. Apenados ambos intentaron disculparse  y tambaleándose se regresaron. Llegué a la recepción y me dispuse a esperar que Liliana se desocupara, o más bien, a procesar lo que había pasado.

Era claro que todo el hotel estaba ocupado por migrantes, que los hombres que intentaron detenerme eran los “coyotes” o “cuidadores”, que el grupo estaba conformado en su mayoría por niños, niñas y adolescentes. Estaba sorprendida que pude subir y bajar sin ningún problema, que nadie reparaba en mí, ni siquiera porque llevaba una playera que en letras grandes decía: “nos queremos vivas e informando”, que nadie de ahí podía sumar dos más dos y darse cuenta que era periodista, y que mi intención podría ser (no era esa, pero pudo haber sido) no trenzarme, sino registrar lo que ahí estaba pasando. También estaba sorprendida que seguía ahí.

Me acomodé en la recepción, que era también el lugar por el que entraban los carros porque al fondo hay un estacionamiento. Me di cuenta que mi celular no tenía pila e intenté buscar una conexión funcional en ese lugar. No corrí con suerte.

Del hotel entraba y salían los migrantes que estaban hospedados, la mayoría chavitos entre los 10 y 18 años de edad. Los más pequeños salían acompañados de quienes se veían más grandes. En la recepción había mapas grandes de la república mexicana y algunos póster de lugares turísticos de Chiapas, que parecían que se pegaron el día de la inauguración del hotel. Los niños para entretenerse los veían. Colocaban sus deditos en donde veían que decía Chiapas y luego los subían hasta el norte. Veían las cascadas de Agua Azul, la zona arqueológica de Palenque, las pinturas de Bonampak en esos carteles que fueron impresos, le calculo, al menos dos décadas atrás. Ni uno de esos sitios son su destino, su mirada está en otro lado, ellos van al norte.

En esa misma pared estaba una lista de precios…

Habitación individual: 380 pesos

Habituación doble (dos camas matrimoniales): 560 pesos

Persona extra: 150 pesos

Todas las habitaciones, según el anuncio, incluía: agua caliente, clima, televisión por cable e internet.

Para esas alturas ya no me mantenía ahí la intención de hacerme trencitas, sino la curiosidad. Quería confirmar que si lo que pensaba era cierto y tenía muchas preguntas al respecto y confiaba que Liliana me las pudiera contestar…así fue.

Las chicas venezolanas regresaron y con ellas subí de nuevo (ahora por el ascensor). Llegamos al cuarto piso y ahí me enteré que en ese piso solo se quedaban mujeres. Cuatro o seis en cada cuarto, pero solo habían abierto tres porque aunque eran muchos, todos los demás eran inhabitables. Pasé al cuarto de ellas, que tenía clima (que también hacía un ruido espantoso), ahí me trenzaron, pasé al baño, probé el pure de plátano y me contaron sobre sus países de origen y su travesía.

Tenían un par de días en Tuxtla, no tenían claro por qué las trajeron acá, ellas no buscan obtener algún tipo de documentación para avanzar o quedarse, ellas tienen claro que su meta es llegar a los Estados Unidos y no pretenden perder el tiempo buscando refugio. Avanzan por tramos, y cambian de “coyotes” cada tanto. La mayoría son personas originarias de los lugares que llegan, algunos son más amables que otros, hasta ahora ni uno ha sido grosero. Les pregunto si siempre se embriagan y si les controlan la salidas.

-Cuando no nos vamos a mover, a veces, toman. Pero, nunca se han metido con nadie. Solo hay que avisar que vamos a salir, y los más niños no los dejan salir solos.

No tengo prejuicios (según yo) con las personas que se dedican al traslado internacional de migrantes sin documentos (llamados “coyotes”). Creo que en ese oficio, como en todos, hay de todo: cabrones que solo se aprovechan de la necesidad ajena y que son abusivos; gente que su contexto la llevo a ese trabajo y lo desempeña con empatía; y todas las variantes que pueden haber en medio de esas formas de hacer este trabajo. Muchas veces sin el trabajo de  estas personas más migrantes morirían o pasarían por infiernos peores,  y también muchas veces son estas personas que las hacen pasar esos infiernos.

En el caso de estas mujeres, algunas  hicieron tratos desde su país de origen y otras van acomodándose en el camino. Confían en este grupo de “facilitadores” de transporte porque con ellos han cruzado sus familiares que ya están en los Estados Unidos. Ni una de ellas viaja con todo el dinero que se requiere para el viaje, les van depositando en determinados lugares a los que llegan.

El grupo que se encontró en este hotel no es el mismo con el que salieron, ni será el mismo con el que lleguen, ni siquiera a la próxima parada. Ni ellas mismas entienden de qué depende las rutas, cómo van moviendo a las personas. Hay lugares donde no pueden salir del lugar donde las dejan y otros, como este, donde pueden salir sin ningún problema.

Del grupo de niños, niñas y adolescentes ellas no saben mucho, por algunos tramos de su trayecto han viajado con algunos de ellos, pero esta vez se han juntado muchos. Se han dado cuenta que la mayoría viaja solos, a veces los cuidan sobre todo a los más pequeños y a las niñas, que confirmo que son solo dos. Aunque ellas tienen hijos y es probable que también tengan que cruzar así cuando se reúnan en Estados Unidos, no se preocupan tanto por todos esos menores que viajan solos… “no crean, se saben cuidar”, me dicen.

En el trayecto…un adolescente de 12 años, sea mujer u hombre, ya rifa como grande, y hasta se tiene que hacer cargo de niños más pequeños. Contrario a lo que se pueda creer, estos niños, niñas y adolescentes no se ven así mismos (lo digo desde lo que he conversado con ellos y he observado) como víctimas (lo son de un sistema que les expulsa de su lugar de origen y los pone en situación de vulnerabilidad).

Son infancias que se están moviendo, a la mayoría los escucho esperanzados, es literal que llevan en la mente el “sueño americano”, el camino es parte de la aventura. Ellos mismos crean sus estrategias de sobrevivencia, así ha sido desde que nacieron…si se ven así mismos como víctimas, si se creen el discurso que escuchan a cada rato de “¡Ay! Pobrecitos” se rompen el camino y este trayecto es un campo de batalla en donde es muy difícil cargar a personas rotas así sean muy pequeñas.

Lo que converso de ellas sobre su trayecto no es tanto como pareciera, realmente, hablé  sobre la nostalgia que da la comida, sobre el pelo afro, sus anhelos, sobre lo que dejaron y lo que quieren encontrar (de eso algún día también voy a escribir).

Me queda claro que hay un montón de formas de migrar y vivir la migración, cada grupo y cada historia es diferente. Lo que vi ese día no lo había visto antes y por eso sentí la necesidad de contarlo, aunque este texto no estaba hecho para ver la luz, pero siempre la necesidad de teclear y compartirlo me gana. Debo de confesar que una de las razones por las que no quería publicarlo era porque ninguno de las y los que estábamos ese día en ese hotel deberíamos de haber estado ahí. Que el saber las historias de las y los otros nos ayuden a comprender su camino y desde donde estemos podamos hacerlo más fácil.

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