Por Sandra de los Santos Chandomi
El grito feminista “no estás sola” para defender a las víctimas que deciden denunciar se convirtió en: “no está solo”, “no estás solo” para proteger a un político, Cuahtémoc Blanco Bravo acusado de violación en grado de tentativa. Ese grito en la Cámara de Diputados y en voz de las legisladoras de Morena fue un duro golpe a los feminismos, fue indignante, fue una cachetada. ¡Carajo! En qué estaban pensando, quién pensó que podía ser una buena idea convertir una consigna feminista en un coro para defender la impunidad.
He trabajado con el tema de la participación política de las mujeres desde que se dio la paridad en el 2015. He documentado, analizado y denunciado cómo las mujeres llegamos a la política en desventaja y así seguimos, con todo y que tengamos ahora a una presidenta. Todavía el terreno es muy desigual, todavía hay muchas exigencias y expectativas sobre lo que es y lo que debería de ser nuestra participación política.
Para compartirles mis reflexiones e indignaciones sobre este tema quisiera ir por partes y plantearles diferentes temas que no quisiera que se perdieran o se comieran unos a otros porque todos se me hacen importantes.
El desafuero. El fuero constitucional para legisladores nació como un escudo para proteger la libertad parlamentaria, para que el Estado no pudiera encarcelarles por su labor, pero tiene mucho rato que no tenemos un Belisario Domínguez en la tribuna. Ahora el fuero sirve como un escudo de impunidad para políticos acusados de delitos graves y el caso de Cuahtémoc Blanco lo confirma: no se trata de proteger el cargo, se trata de proteger al personaje.
¿Para qué sirve hoy el fuero? ¿Para resguardar la democracia o para bloquear la justicia? El fuero perpetúa una jerarquía legal que les otorga a las y los legisladores y altos funcionarios un privilegio inaceptable: el de no ser juzgados como el resto de la población. En un país atravesado por la corrupción, el pacto patriarcal y la violencia política, sostener ese privilegio legal es un insulto. No hay función pública que justifique la inmunidad penal. Ninguna. Si la libertad de expresión en el cargo requiere garantías, que se legisle para protegerla, pero sin blindar a nadie de enfrentar un proceso judicial. Porque no es libertad parlamentaria lo que están defendiendo: es la posibilidad de seguir intocables. Y eso, por donde se le vea, es impunidad. ¿Y adivinen quiénes son los más favorables con esto? Sí, ellos.
El patriarcado. El grito “no estás solo” fue profundamente doloroso, las cartulinas moradas de apoyo, esa apropiación burda de las consignas feministas para proteger a un hombre acusado de tentativa de violación. Y eso duele. Pero no duele solo porque lo hayan hecho ellas, sino porque evidencia que el patriarcado también se sostiene desde las voces de algunas mujeres. Mujeres que, como muchas otras, han llegado al poder sin las condiciones para ejercerlo con autonomía, sin una conciencia de género que les permita reconocer que esos cargos no son un regalo, sino el resultado de décadas de lucha feminista.
Pero sería un error cargarles toda la responsabilidad a ellas como he visto está sucediendo en el terreno público. Ellas también son parte de un sistema, un sistema que manda, que premia la lealtad al partido por encima de la justicia, que condiciona el poder y que instrumentaliza a las mujeres cuando conviene. También hubo hombres que votaron a favor del desafuero, un montón de hecho, y de esos no hicieron ningún escándalo. Nadie les exige perspectiva de género. Nadie los confronta por su papel en el pacto patriarcal. Y eso también hay que decirlo: la justicia no puede ser una exigencia exclusiva para las mujeres. La coherencia política tampoco. Si vamos a hablar de feminismo en la política, hay que hacerlo en serio, con mirada estructural, no para usarlo como vara con la que solo medimos a las mujeres que no nos gustan.
No defiendo a las mujeres diputadas que votaron a favor de la permanencia del fuero a Cuahtémoc Blanco porque esas mujeres están muy lejos de hablar como como mujeres conscientes de su historia ni de la lucha feminista que les abrió el camino hasta esos curules. Hablaron como aliadas del poder que las sostiene, y que les permite estar ahí siempre y cuando no lo cuestionen. Lo que vimos en la sesión del martes no fue representación política de las mujeres, fue uso instrumental de sus voces para proteger a un hombre.
El discurso público
Mi principal motivación para escribir este texto (como si no tuviera oficio y un montón de trabajo pendiente, jeje) fue porque me preocupa profundamente el discurso público que se está generando en torno a la participación política de las mujeres y a la paridad de género, a partir de esta canallada que hicieron las diputadas de Morena. El martes en la noche yo también estaba muy enojada. No saben cómo me indignó el grito de «no estás solo». Me cuestioné un montón de cosas, solté también un post en Facebook que ahora mismo me replanteo.
Me preocupa que el foco se esté desplazando hacia donde no debería: hacia el descrédito de la paridad. Me preocupa que lo que se esté instalando sea la narrativa de que «poner mujeres en el poder no sirvió de nada», como si el problema fuera su presencia y no las condiciones estructurales bajo las cuales se ejerce ese poder. Me preocupa que esta situación alimente lo que se categoriza como «rivalidad entre mujeres»: esa lógica que nos pone a unas contra otras, que simplifica todo en una moral binaria de buenas y malas, como si no estuviéramos todas atravesadas por estructuras de poder que a veces no alcanzamos ni a nombrar. Como si no tuviéramos que seguir analizando las condiciones, las alianzas, los silencios, y también nuestras propias contradicciones.
Y lo más grave: mientras todo eso ocurría, la víctima quedó completamente fuera del centro de la discusión pública. Como suele pasar. Se habló del fuero, del cálculo político, del linchamiento o la defensa de las diputadas, pero se perdió de vista que detrás de esta solicitud había una denuncia de tentativa de violación. Una mujer que, al decidir denunciar, quedó sola frente a un sistema dispuesto a blindar al poder antes que proteger a las víctimas. Literal: “¿Alguien quiere pensar en las víctimas?”. Hay muchas cosas de fondeo en este tema, pero no olvidemos que estamos frente a una denuncia de tentativa de violación, que hay una mujer denunciando, que merece justicia y reparación del daño.
Lo que quiero es que complejicemos esta discusión. Porque si no lo hacemos nos va a estallar en la cara. No es a ellas a quienes les van a cobrar la factura de este acto, es al conjunto de mujeres en política, es a la paridad, es a los avances que tanto han costado. Me molesta tanto ver cómo esta coyuntura ha sido aprovechada por los mismos de siempre —los que jamás han movido un dedo por los derechos de las mujeres— para sacar a pasear su misoginia disfrazada de crítica política.
No nos confundamos. Lo que está en juego no es solo la congruencia de unas diputadas, es la legitimidad de una lucha histórica. No podemos permitir que el patriarcado, en su versión más oportunista, utilice este episodio para justificar su resistencia a la participación política de las mujeres. No se trata de exigir menos, se trata de exigir más y exigir mejor, a todas y a todos. Porque paridad no es garantía, pero sí es condición mínima. Y porque si dejamos que el discurso público retroceda ahora, va a costar todavía más levantarlo después.