Coherencia y claridad. Así calificaría a Octavio Paz. Su poesía y ensayo someten a quien lo lee a un profundo estado de reflexión. Detienen el tiempo y abren la mente. No deseo escribir sobre los premios que recibió o los trabajos que examinan su fuerza vital y su vastísima obra, sino compartir una nota personal, a propósito del 108 aniversario del natalicio de nuestro mexicano universal y del depósito, el 31 de marzo pasado, de sus cenizas y las de Marie José Tramini, su pareja, en y desde la enigmática India, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Son «polvo enamorado», recordando a Quevedo.
Escuché de Paz en mis clases de secundaria. No era yo un lector de poesía, aunque sí de literatura, de aquí y de allá, sin un orden o rumbo determinados. Durante mis estudios preparatorianos, al contrario, leí poesía y novela con intensidad y de manera más estructurada. Influido y motivado por mi relación cercana, la mayoría de las veces, con algunas escritoras y algunos escritores de distintas edades y géneros. ¿Qué joven, con aspiraciones de ser algo más que lo que es, no leería poesía?, ¿quién no se entregaría a los brazos de la literatura en esos años de definición?, ¿cómo no elegir a un escritor o a una escritora como guía?
Al caminar entre mi ciudad de origen y la ciudad de mis estudios universitarios, Paz se volvió mi acompañante. Las múltiples ediciones de su obra poética y ensayística, algunas compradas y otras –la mayoría– leída por préstamos bibliotecarios, tuvieron un lugar especial en mis horas despierto, robándole, como cualquier extranjero, tiempo a la noche. Él me ayudó a entender la cosa pública y los temas políticos –mis intereses profesionales–, y a ver a México con su genialidad. Nunca dejó de pensar su país. Pero, como resulta habitual, frente al ensayo, la poesía se levanta como una enredadera inmarcesible que cubre todo, porque todo está a su merced.
Desde esa no tan cronológica lejana juventud, «Piedra de sol» ha sido un poema al que recurro con mucha frecuencia por su musicalidad y por la belleza de sus metáforas. Unos versos y todo mejora.
un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:
[…]
Treinta y seis palabras están en ese fragmento. Casi todo está dicho. La fuente, el retorno y el sentido; la vida y el tiempo; la fuerza. Sólo resta callar y contemplar la eternidad.
La obra y la persona no escaparon de la polémica. Él nunca le rehuyó. De eso se trata la libertad creativa y la libertad de ser que tanto defendió frente a los déspotas y a los autócratas. Su poesía es inspiración, pero también es posición.
José Emilio Pacheco dijo: «Tengo tres ejemplares de Piedra de sol: uno para leer, otro para releer y el último para ser enterrado con él.» Así hay que vivir y despedirse: en armonía con las palabras.