Permacrisis / Eduardo Torres Alonso

Las crisis que vivimos son múltiples. Algunos de sus efectos se sienten a diario, por ejemplo, con el pago de los productos de la despensa cuyos precios han aumentado sin detenerse u otros que, aparentemente, no tienen relación con el entorno inmediato, como la guerra en Ucrania o el deshielo de los polos. Más que una cuestión de percepción, advertir lo que pasa en Nueva Delhi, Oslo, Guatemala o Taskent es un asunto de sensibilidad y empatía: lo que acá y allá sucede afecta nuestra presencia en el planeta como miembros de una misma comunidad.

Para tratar de designar a un periodo atribulado, incierto y pareciera que hasta descolocado, el diccionario Collins ha designado al término permacrisis como el representante del tiempo presente. Es un periodo largo de inestabilidad e inseguridad; de duda, riesgo y cautela.

La pandemia de la COVID-19 hizo ver a la humanidad que es más débil de lo que piensa. Antes, las crisis económicas de este siglo mostraron que las certezas se desmoronan en poco tiempo y hoy, una nueva amenaza se asoma: la Organización Mundial de la Salud ha emitido la alerta para prepararse a un nuevo evento sanitario ocasionado por la cepa H5N1 de la gripe aviar. Además, la paz, ese ideal por el que se “lucha” está lejos de alcanzarse.

La incertidumbre con relación a los fenómenos planetarios es grande y a nivel nacional es mayor. Las administraciones públicas, con un personal técnicamente capacitado, deben responder con oportunidad y eficiencia a los problemas para brindar a la sociedad confianza y algunas certezas. Los liderazgos democráticos se hacen necesarios en este contexto de crisis extendida en la medida en que son esas personas quienes poseen los mecanismos para aminorar los impactos negativos y las condiciones desfavorables que siempre terminan afectando más, tanto en extensión como en profundidad, a los grupos sociales en condiciones precarias.

La ciudadanía tiene su voz y su voto, ambos fundamentales para hacer recambios en periodos electorales o para exigir acciones a quienes toman decisiones, pero cuya influencia no es inmediata para mover, en términos ordinarios, la maquinaria gubernamental: distribución de recursos, identificación de prioridades, nombramientos de servidores públicos, entre otros.

Este periodo de inseguridad e incertidumbre concluirá cuando lo local y lo global se armonicen. Cuando ciudadanía y gobierno entiendan que no compiten entre sí, sino que son parte de la solución. Cuando el sujeto se sienta parte de un mismo mundo. No es romanticismo o utopía, es una llamada de alerta para la propia sobrevivencia.

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