Querido diario:
Hay días que, sin ser una fecha “especial”, se convierten en nuestros favoritos del año… creo que ayer fue uno de esos días (pero, vida, no te detengas, sígueme sorprendiendo =).
En la mañana me fui al trueque de Community Closset (de eso les platico cuando tenga unas fotitos bien cuquis que me hice en Central Selfie). Después, me fui al Festival de Música afuera del Museo de la Ciudad de Tuxtla.
Como les he contado… cada sábado, afuera del Museo de la Ciudad, se están realizando actividades de protesta para exigir la reapertura del edificio, cerrado desde el 2020. Las actividades son jornadas artísticas (a es@s que dicen “no son formas”, no les he visto por ahí… eh, ya ven que no son las formas lo que les incomoda).
El festival-protesta empezó a las 11:00 a.m. y terminó a las 4:00. Cinco horas de buena ondita y rock and roll.
El público fue, en su mayoría, de “chavit@s”. Con algun@s pude conversar en el taller de fanzine. Nos contaban que no les tocó ver el museo abierto.
—“En el 2020 yo tenía 12 años” —nos dijo un chavo. Su amigo, a un lado, comentó que hace cinco años tenía 9, así que moverse por la ciudad no era algo común para él.
Una historia similar nos compartió una chica que trabajaba en unas pancartas para exigir la reapertura del museo.
No conocieron abierto el espacio, pero han escuchado lo que ahí se hacía. Anhelan ser parte de eso, compartir con quienes lo vimos y lo vivimos. Quieren tener recuerdos ahí. Aunque ya lo están haciendo, desde fuera: desde su exigencia para que el museo vuelva a abrir sus puertas.
Durante gran parte del evento no estuve cerca de donde estaba la música, porque hicimos un círculo de amor, paz y terapia grupal con Robert, Aury y Jesús. Nos colocamos a un ladito de otro círculo: chav@s haciendo pancartas (bien lindas, por cierto). Desde donde estábamos se alcanzaba a ver la energía que emanaba de la música, el baile y esos gritos que pedían que se abriera de nuevo el museo.
Existe aún una idea anquilosada de los museos como espacios donde se guardan objetos “curiosos” en vitrinas o se cuenta una historia muerta. Pero no se reconoce que un museo también puede ser una casa común. Un lugar vivo. Un territorio simbólico donde la comunidad se encuentra, crea y transforma. No sólo es un archivo: es una plaza. No sólo es memoria: es presente. Y si no se habita, se marchita.
Desde hace años, distintas corrientes dentro de la museología (como la museología crítica o la museología social) han cuestionado la visión tradicional del museo como contenedor pasivo de objetos y narrativas únicas. Estas miradas proponen entender el museo como un espacio abierto al diálogo, a la participación ciudadana, a la disputa por la memoria colectiva y a la creación cultural desde abajo. No basta con observar una colección: urge que esos espacios escuchen a sus comunidades, se dejen transformar por ellas y devuelvan algo más que un relato fosilizado. Por eso, defender el Museo de la Ciudad no es un gesto nostálgico, sino una afirmación política sobre el derecho a habitar la memoria y el presente.
Escuché a banditas bien chidas, de jóvenes muy jóvenes. Banditas que además ya tienen su público, que están creando sus propias rolas, su propia música… y lo están haciendo muy bien.
En medio de todo eso, recordé una frase que escuché en la serie Andor:
“La rebelión se alimenta de esperanza.”
Y es cierto. Nuestra esperanza no es pasiva. No es quieta ni resignada. Se alimenta con música, con baile, con dibujo, con fanzines y colores. Creamos aunque destruyan. Cantamos aunque se nieguen a escuchar. En este gesto insistente de crear lo que nos quieren quitar, sostenemos el deseo colectivo. La esperanza también se baila, se pinta, se grita. Y eso, aunque no lo quieran, ya es una forma de ganar.
Ojalá la música, la energía del baile, el anhelo de esas nuevas generaciones por conocer el Museo de la Ciudad de Tuxtla, y la consigna de “el museo lo defiende la Tuxtlecada” se haya escuchado y sentido hasta el Ayuntamiento
