Una de las capacidades más impresionantes del cerebro humano es su capacidad para almacenar nombres, fechas, lugares, direcciones, en fin, información, pero eso también lo hace un dispositivo tecnológico contemporáneo, incluso, los ficheros de antaño cumplieron esa función. Entonces, ¿qué hace diferente a los humanos de las máquinas al momento de registrar esos datos?
Acaso esa diferencia la constituya la capacidad de transformar esa palabra en emociones. Memoria y emoción van de la mano. Algo que se mantiene en el cerebro y que, al localizarlo, recorre el cuerpo entero y transforma. Es fuego que consume, energía que invade.
Es una actualización del yo interno. Una forma de conducción en el presente a partir de quién se ha sido, con el chispazo que trae las experiencias buenas y malas, los encuentros y desencuentros, los triunfos y las frustraciones. Los recuerdos salen a flote sin que necesariamente se deseen. Aparecen y conmueven. Llegan sonidos, olores y colores. Rostros. De forma que recuerdo y emoción configuran la identidad del sujeto a partir de las elecciones hechas y las compañías elegidas.
La evocación del pasado impacta en el tiempo actual. Recordar es volver a ser, aunque, de forma paradójica, se es ya otro. Como un río que no se seca, porque constantemente se renueva.