La presidenta electa, Claudia Sheinbaum Pardo, anunció que la reforma político-electoral propuesta por el presidente saliente no se discutirá por ahora. Lo que significa que el tema estará encajonado para un mejor momento y porque, la verdad sea dicha, las reglas electorales vigentes le ayudaron a ella y a su partido: ganó la titularidad del poder Ejecutivo y tiene una presencia más que significativa en el Congreso.
Sin embargo, es necesario que la legislación en la materia se revise a la luz de la experiencia del proceso electoral pasado. Los cambios en las normas electorales mexicanas son reactivos; es decir, obedecen a la forma en que los actores, ganadores y perdedores, se desenvolvieron en las elecciones anteriores a las iniciativas de reforma.
Por ejemplo, la reforma reyesheroliana de 1977 no puede entenderse sin la existencia de un solo candidato presidencial en 1976 y a un México muy convulsionado desde 1968 y la de 1988-1989, sin la escisión del PRI, la creación del Frente Democrático Nacional y el cuestionamiento del resultado de las elecciones. La reforma “definitiva” de Ernesto Zedillo no se comprende sin la pérdida de la mayoría del partido gobernante en la Cámara de Diputados y la necesidad de equilibrar de mejor manera al sistema político.
La primera presidenta de México deberá proponer a la representación nacional modificaciones que, se esperarían, fuera integrales y con visión de Estado para subsanar los problemas, unos nuevos y otros no tanto, que se observaron en las campañas y la jornada electoral.
El listado de temas no es menor y tiene como objetivo que la voluntad popular se traduzca en una integración efectiva y legal de los órganos del poder, generando gobernabilidad y certidumbre. Uno de aquellos es la exposición mediática de quienes aspiran a algún cargo público. La publicidad gubernamental y la personalizada es algo que debe ser motivo de atención no para prohibirla, sino para encontrar un arreglo idóneo en clave equitativa.
Otro es el de la violencia. México no se encuentra en paz. Cada vez son más las zonas del territorio nacional que están en franca disputa por grupos del crimen organizado y la población civil es la más afectada. Las bandas delincuenciales al incrementar su influencia, buscan la manera de intervenir en las elecciones poniendo candidaturas o haciendo que la población vote por una opción predeterminada. No hay voto en libertad. Este no es un asunto nuevo, pero es notoria la forma, cada vez más violenta, con la cual se presiona a partidos, candidatos, población y autoridades electorales (consejos municipales y juntas distritales).
La neblina del clientelismo deberá de disiparse. El intercambio de votos por apoyos en especie o dinero se mantuvo, haciendo que una de las peores prácticas permanezca y, acaso, profundice. El registro periodístico da cuenta de ello. Por lo que deberán establecerse sanciones suficientes para disuadir la comisión de este delito y autoridades fuertes para hacerlas valer.
Otro tema es la controvertida fórmula de integración del Congreso de la Unión. El partido ganador y su coalición, junto con los partidos de oposición, deben de encontrar una solución al número de curules a ocupar de acuerdo con el número de votos obtenidos, recordando que en el país existe un sistema de representación mixto con dominante mayoritario y que en democracia no debe existir la tiranía de la mayoría. La vida legislativa requiere el acercamiento, la negociación y el acuerdo. Civilidad y concordia son partes sustantivas de cualquier arreglo político.
En algún momento del sexenio 2024-2030 se discutirá y aprobará un nuevo marco regulatorio de los temas electorales. Este tiene que se elaborado a partir de los problemas existentes y latentes, y con el concurso de la mayor cantidad de actores, sean próximos o no al programa político y a la ideología de quien, el 1 de octubre, rendirá la protesta constitucional.
Se trata de que la ley sea la mejor posible, no de acciones de fuerza fundadas en mayorías legislativas.