Un derecho derivado, es un derecho basado en otros derechos. Los derechos derivados son necesarios para proteger o satisfacer a lo que se conoce como derechos básicos. Un derecho básico está directamente relacionado con la protección o promoción de la necesidad humana como la vida o vivienda.
Un derecho derivado podría ilustrase por ejemplo «los seres humanos tienen derecho a condiciones de vida suficientes» y la electricidad puede ayudar a mejorar esas condiciones. El acceso a la electricidad ya está bien establecido en el marco de los derechos humanos, ya sea como un atributo implícito de un derecho preexistente (no discriminación, niveles de vida adecuados, vivienda, salud y desarrollo sostenible)
El famoso político canadiense Michael Ignatieff, publicó hace unos años un libro llamado «Los Derechos Humanos como Política e Idolatría», en el que plantea una visión que se ha calificado de pragmática en relación con los derechos humanos. En resumen, Ignatieff cree que hay una especie de abuso en el uso de los derechos humanos, una «inflación de derechos» donde todo lo deseable pretende declararse derecho humano; y eso, según argumenta, daña el núcleo central de derechos que defienden al ser humano del totalitarismo.
Pocos se atreverían a poner en duda la buena fe y mejor tradición liberal en la que Ignatieff ha cimentado su carrera y sus publicaciones. Sin embargo, el uso de sus argumentos por el neoliberalismo tergiversa el espíritu de este tipo de argumentación utilizándola para justificar que nadie tiene derecho a nada, como si ese fuera el epítome de la «libertad».
Esta escuela de pensamiento cuestiona todo aquel derecho que implique costos al erario de los gobiernos o tengan dificultades en si, por así decirlo, «justiciabilidad» (la capacidad de hacer cumplir a los Estados esos derechos por la vía judicial).
El canon neoliberal no solo es una doctrina económica, como suele pensarse, es una ideología en el más amplio sentido de la categoría, además de un programa político que trastocó profundamente leyes, instituciones, cultura, entre otras cosas. Nos formó en un nuevo sentido común a favor de lo privado y el mercado.
En el reciente debate público sobre la reforma eléctrica en México, existe una polémica sobre entender a la electricidad como un derecho humano o un mero producto mercantil. Hay cabilderos que aseguran que la electricidad es únicamente un producto, como los teléfonos celulares, la comida chatarra.
El postulado ultraneoliberal afirma que no debería existir un derecho al agua pues, aunque sea algo deseable, no es algo que un gobierno pueda garantizar debido a los costos que conlleva su cumplimiento a toda la población. Piden, en cambio, regular legalmente el «acceso al agua», desechándola como derecho humano. Lo mismo piensan de la electricidad.
Se trata de un contrasentido ya que, desde hace más de 20 años, cuando se generaron las Observaciones Generales a los artículos del PIDESC (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), se resolvió que sean explícitos los siguientes elementos del derecho humano al agua: calidad, accesibilidad, asequibilidad, no discriminación, acceso a la información, entre otros.
Es decir, el acceso al agua (o a la electricidad) es un elemento del derecho humano. La electricidad no solo es un derecho humano, sino que además es un derecho habilitante que favorece el cumplimiento de otros derechos y libertades fundamentales.
Por su parte, en el caso de la electricidad, el PIDESC considera que «los gastos personales o del hogar que entraña la vivienda deberían ser de un nivel que no impidiera ni comprometiera el logro y la satisfacción de otras necesidades básicas».
Esto significa que nadie debe sacrificar el disfrute del derecho a la alimentación, la salud, la educación, entre otros, por cubrir los gastos de energía eléctrica. En otras palabras, la electricidad, como el agua, «debe tratarse como un bien social y cultural, y no fundamentalmente como un bien económico».