Un texto de Mario Escobedo
La crisis migratoria en Tuxtla Gutiérrez ha dejado al descubierto la falta de espacios y estrategias para atender a los cientos de personas que, a diario, llegan a la capital chiapaneca buscando un respiro en su travesía hacia el norte. Sin embargo, en lugar de encontrar refugio, los migrantes enfrentan un desplazamiento constante, siendo expulsados de parques, calles, plazas comerciales y hasta de las puertas de templos. Su presencia, aunque visible, parece no tener lugar en la dinámica de la ciudad.
Desde hace meses, el Parque Santo Domingo de Guzmán se ha convertido en el principal refugio nocturno para aproximadamente 250 personas, la mayoría de origen venezolano. Este grupo, varado en Tuxtla mientras espera su cita en la plataforma CBP One para continuar hacia Estados Unidos, sobrevive en condiciones precarias, exponiéndose al clima, la inseguridad y el rechazo social. Sin embargo, no es el único espacio que los migrantes han ocupado; bajo el nuevo puente de la Torre Chiapas y en la carretera a Villaflores también se levantan improvisados asentamientos.
Las calles de Tuxtla se han convertido en el escenario de un conflicto complejo, donde las voces de quienes buscan refugio se mezclan con las protestas de quienes desean preservar la tranquilidad de su entorno. No es extraño escuchar a vecinos que, con razón o sin ella, alzan la voz contra la presencia de migrantes en sus colonias. Señalan que las calles huelen mal, que la inseguridad crece, que las casas de campaña bloquean el paso y ensucian los espacios comunes. Pero, ¿es esta queja justa o simplemente conveniente?
Resulta fácil culpar al más vulnerable. Es sencillo apuntar el dedo hacia aquellos que llegan sin nada más que su desesperación, huyendo de la violencia de las guerrillas, del narcotráfico o del terror de las pandillas. Sin embargo, la verdadera dificultad está en desentrañar una verdad incómoda: ¿quién tiene más razón? ¿Los vecinos, que ven cómo su entorno cambia de manera abrupta y sienten que pierden el control de su espacio? ¿O las personas que, con sus vidas en juego, se aferran a cualquier rincón donde puedan respirar un poco de paz?
Este dilema no tiene respuestas simples. Las quejas de los locales son legítimas, pero también lo son las necesidades de los migrantes. En medio de esta tensión, las calles que alguna vez fueron símbolos de comunidad y convivencia ahora se vuelven trincheras de incomprensión mutua.
Al final, las calles de una ciudad son como un espejo roto: reflejan nuestras fracturas, nuestras divisiones y nuestros temores, pero también nuestra capacidad –si la buscamos– de recoger las piezas y construir algo nuevo. ¿Podremos hacerlo? O seguiremos culpando a quienes, al igual que nosotros, solo intentan sobrevivir.
El Instituto Nacional de Migración (INM) argumenta que el traslado de migrantes desde Tapachula a Tuxtla tiene como objetivo facilitar el trámite de permisos de tránsito que les permitan desplazarse libremente por el país. Pero la realidad es otra. El sistema está saturado, y la lentitud en las citas genera meses de espera, tiempo en el que estas personas se ven obligadas a buscar refugio en cualquier rincón disponible.
Algunos migrantes claman por soluciones inmediatas. “Solamente que nos den el permiso múltiple para transitar a nuestro destino”, comentan con desesperación. Mientras tanto, la ciudad observa, muchas veces indiferente, el crecimiento de esta población invisible que ocupa calles y parques no por elección, sino por necesidad.
La situación en Tuxtla Gutiérrez no es solo un reflejo de una crisis migratoria global, sino también un llamado urgente a replantear el manejo de la movilidad humana en Chiapas. ¿Hasta cuándo podrán los migrantes seguir buscando un lugar donde no los corran? ¿Y cómo enfrentará la ciudad esta creciente demanda de espacios, apoyo y empatía?