El enfrentamiento de pobladores contra un grupo criminal que los extorsionaba en Texcapilla, Texcaltitlán, Estado de México es solo uno de los últimos brotes de violencia letal que desgarran al país.
El escándalo es mayor ahora porque no se trata “simplemente” de enfrentamientos entre grupos criminales o entre éstos y agentes del Estado sino de civiles que, hartos de extorsiones, tomaron la justicia en propia mano.
La reacción de la gobernadora y del presidente reproduce el discurso que minimiza la violencia y asegura que el Estado está tomando, tomará, mayores medidas. Una afrenta a las miles o millones de personas que viven en el terror a lo largo y ancho del país. Esta negligencia criminal no solo viola el derecho de cualquier persona a que el Estado garantice su vida y su seguridad, también transgrede el derecho a la salud física y mental, cierra día a día la posibilidad de convivencia pacífica en México.
Tomar la justicia en mano propia es una acción peligrosa e injustificable. Vendetas y linchamientos atentan contra el estado de derecho. El problema aquí es que en muchas regiones del país no hay estado de derecho. Peor: no hay Estado. O, si lo hay, parece o es un aparato alegal ligado al crimen organizado que, si no lo alienta, lo solapa.
Si no, ¿cómo se explica el crecimiento de los “carteles” en Guanajuato cuando, desde 2015, según un mapa de la DEA, ahí operaban cinco “cárteles”? ¿O la expansión del crimen organizado en Chiapas, donde, además de balaceras en San Cristóbal, según testigos,llegan “de un día para otro” grupos criminales a poblados de la sierra a extorsionar y despojar?
Una y otra vez, se reporta que la Guarda Nacional, el ejército o las policías “llegaron después”. Y no pasa nada. EL gobierno minimiza los hechos y estigmatiza a las víctimas, como a los jóvenes asesinados en Celaya, o cierra los ojos ante casos como el secuestro de una familia entera en una comunidad en Guerrero o los bloqueos recurrentes en Michoacán.
Estos abismos en la política de seguridad pueden llevar a la población a armarse para enfrentar al crimen, como ya lo hicieron las autodefensas, o usar lo que tengan a mano, como acaba de suceder en Texcaltitlán ¿Esto es lo que busca el gobierno con su política de simulación? Al parecer ni esto le importa.
La tragedia de esta espiral mortífera no es solo que, sin freno, la violencia no cesa, sino que los daños que vemos -por terrible que sea la pérdida de vidas- ocultan otros igualmente profundos y duraderos que mutilan a comunidades y personas.
La extorsión en primer lugar impone una carga continua a quienes amenaza directamente con perder la vida o a algún familiar, les limita cualquier posibilidad de estabilidad o mejora económica y destruye su tranquilidad. Algunos dejan su negocio y huyen, muchos no tienen adonde ir. El aumento de precios de productos alimenticios por las “cuotas” afecta en su vida diaria a millones de personas. El miedo a perder la vida y la seguridad paraliza y mina la salud de las víctimas directas de la extorsión, las balaceras o las desapariciones, daña a toda la comunidad.
Al desangramiento y al vampirismo económico que estamos atestiguando, mudos de espanto, se añaden repercursiones que suelen pasarse por alto o que se imaginan, si acaso, como desgracias ajenas que suceden “ en otra parte”: la normalización de las violencias cotidianas, el sufrimiento de mujeres y niñas violadas o desaparecidas, de jóvenes enganchados o secuestrados por el crimen organizado; el aprendizaje de la crueldad entre adolescentes, la socialización de niños y niñas bajo el terror; el duelo de familias y comunidades que pierden a seres queridos en asesinatos o desapariciones, el dolor de las víctimas estigmatizadas, desesperanzadas a golpes de injusticia.
Estas violencias nos atraviesan a todas y todos como un cuchillo, aunque parezcamos anestesiados (por la violencia o las mentiras oficiales). Mucha gente joven ha sufrido ya experiencias traumáticas. En algunos la desolación es tal que no pueden imaginar un futuro, viven un presente quebrado, otras se aferran a alguna esperanza ¿Qué podemos decirles? ¿”¡Qué terrible!”? ¿”Perdón”?
¿Y ¿qué vamos a cambiar?