Por Mario Escobedo
El estado de Chiapas, con su frontera compartida con Guatemala, se erige como el punto de enlace entre Centroamérica y Norteamérica. Es la primera puerta hacia el «sueño americano». De acuerdo con el Instituto Nacional de Migración (INM), Chiapas comparte aproximadamente 658 kilómetros de frontera con Guatemala, atravesando 17 municipios que se extienden desde la costa hasta la selva. Este territorio se caracteriza por su topografía accidentada y porosa. Al otro lado, en Guatemala, se encuentran 17 municipios distribuidos en cuatro departamentos, que van desde San Marcos, colindante con Suchiate, hasta El Petén, limítrofe con Ocosingo.
La migración centroamericana hacia Estados Unidos se ha consolidado como un fenómeno transnacional de gran relevancia en las últimas décadas. Aunque no es la única región que enfrenta esta situación—Sudamérica y el Caribe también han visto un aumento en el número de migrantes—es Centroamérica la que expulsa la mayor cantidad de personas, según las estadísticas. La mayoría de estos desplazamientos se realiza por tierra, impulsados por diversas razones, como la búsqueda de oportunidades laborales, la inseguridad y la violencia, la reunificación familiar, e incluso la tradición migratoria en algunas comunidades.
La presencia de un número significativo de migrantes en la capital de Chiapas plantea interrogantes. Datos del INM señalan que cada año México recibe a unos 140 mil migrantes centroamericanos que inicialmente pretendían llegar a Estados Unidos. En paralelo, Estados Unidos deporta anualmente a unos 104 mil centroamericanos, principalmente de los países del Triángulo Norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras y El Salvador. Sin embargo, en años recientes, las rutas migratorias «tradicionales» han experimentado una notable reconfiguración. Hoy, es común ver a cientos de migrantes en ciudades mexicanas donde antes apenas se conocía de su presencia. Estos migrantes se establecen temporalmente en diferentes puntos del país, llegando a quedarse hasta seis meses en un mismo lugar. Esta situación indica que México ha dejado de ser solamente un país de tránsito y expulsión migrante; las condiciones que se agravan han transformado al país en un destino para muchos de ellos.
Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas, se ha convertido en uno de los epicentros de la migración en México, transformando el paisaje urbano y la vida cotidiana de sus habitantes. La ciudad está experimentando un impacto notable con la creación de «territorios de espera migrante». Estos son espacios urbanos como calles, parques, estacionamientos, avenidas y hoteles, donde grupos de migrantes se asientan temporalmente, improvisando refugios con casas de campaña, cartones, cuerdas y cocinas portátiles, llevando consigo todo lo necesario para subsistir.
La presencia de hombres, mujeres, adolescentes y niños migrantes ha modificado la dinámica de la ciudad. Estos campamentos emergentes han alterado las estructuras sociales y físicas de Tuxtla Gutiérrez, desplazando a la población local y reclamando espacios que son transformados en zonas de descanso y espera. Aquí, los migrantes reúnen fuerzas y recursos económicos para continuar su travesía.
Este fenómeno ha llevado a la migración a ser una parte visible de la economía informal de la ciudad. Mujeres migrantes pueden ser vistas trabajando en cocinas y pequeños restaurantes, hombres en lavacarros, y muchos niños vendiendo dulces o pidiendo dinero en los semáforos. La pandemia de COVID-19 ha intensificado esta realidad, consolidando a Tuxtla Gutiérrez como una ciudad migrante.
Es imperativo que la capital de Chiapas reconozca a estos nuevos habitantes y les brinde los recursos y derechos necesarios para subsistir dignamente. La migración ya no es un evento pasajero, sino una característica intrínseca de la vida en Tuxtla Gutiérrez, que requiere atención y acción para garantizar la convivencia y el bienestar de todos.