Más de 21 mil cargos públicos serán renovados en las elecciones de este año a lo largo del país. Mujeres y hombres aspirantes a ocupar alguno de esos espacios tendrán algo qué decir (objetivos, razones, fines y justificaciones) y con un abanico partidista que abarca las más diversas, incluso contradictorias, expresiones ideológicas, la ciudadanía tendrá a su alcance la imagen, colores, jingles y spots de quienes buscan reelegirse o de aquellas personas que desean tener, por primera vez, un mandato popular. Con todo, esa diversidad sólo puede darse en democracia.
Dentro de este universo de aspirantes, han generado ruido las candidaturas de personas como Rommel Pacheco, Lupita Jones, Paquita la del Barrio, Alfredo Adame, entre otros, por ser personas dedicadas a actividades distintas al ejercicio de la función pública. Salvo Rommel que es un clavadista de primer nivel, el resto de las personas mencionadas se dedican a la industria del entretenimiento y poco o nada tienen que ver con la política partidista, la tarea legislativa o la actividad iterativa de la administración pública. Su mundo es el show. Sin embargo, como cualquier persona con la ciudadanía mexicana y con derechos políticos vigentes, pueden ser postulados a cargos de elección popular. No hay razones objetivas que impidan su candidatura. Si se tuviera que restringir la inscripción de ciudadanos por su profesión u oficio, entonces se cancelaría la posibilidad de que la política democrática fuera para y de todas y todos, reduciéndose la toma de decisiones a un estamento.
Para que los asuntos públicos sean atendidos satisfactoriamente, la ciudadanía debe involucrarse en la política, no necesariamente partidista (pero nuestro arreglo político da a los partidos la calidad de organizaciones privilegiadas para la renovación periódicas de los cargos). Debe hacer válida la condición de miembro de la ciudad.
Pensar que las campañas serán siempre un ejercicio de expresión razonada e inteligente sobre los grandes problemas nacionales y locales es acariciar una fantasía que, no obstante, hay que concretar, pero lo cierto es que limitar las campañas a mítines –en tiempos de COVID-19 hay que imaginar nuevas formas de proselitismo–, entrega de despensas y pactos en lo oscuro (aunque algo hay de ello) tampoco es apropiado. Entre la búsqueda del ideal y la manifiesta descomposición política navegarán las campañas y, ahí aparecerán las declaraciones disparatadas, las propuestas inviables, las promesas imposibles, los performances indignantes, los actos frívolos, la banalidad; en fin, la teatralidad.
Cada vez más, las campañas buscan ganar la atención de la ciudadanía en 10, 12 o 15 segundos. Como si se ofertara un producto. La publicidad busca sustituir a la política. Pero lo hace mal. Porque no tiene contenido, ni siquiera forma.
Si los candidatos ignoran sobre la cosa pública, si están ahí para dividir el voto, si no hay compromiso o incluso si están ahí para ver qué negocio hacen, el electorado se dará cuenta.
Si no hay deliberación y alegatos inteligentes, y sólo se percibe estridencia e intrascendencia, cualquier persona candidata perderá. Los ciudadanos no son fans pero tampoco detractores intransigentes. Son gente preocupada por su entorno y su futuro.