La desigualdad es una determinación política –que limita o elimina, de plano, oportunidades–. No tiene que ser un destino manifiesto de la sociedad. Cuando se pieza en este problema, se considera que es la incorrecta distribución de los recursos lo que lo genera; sin embargo, las causas de la desigualdad son más. Si no fuera así, bastaría que las muchas personas que poseen poco recibieran una parte de lo que concentra la minoría acaudalada.
De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y OXFAM, la desigualdad se origina por siete factores: globalización; cambio tecnológico; distribución de la riqueza; bajos salarios; sistemas fiscales; evasión fiscal, y malas políticas para la igualdad.
La globalización apareció como la ocasión para generar un mundo sin fronteras: todas las personas podrían comunicarse, intercambiar y comerciar; aprender y generar conocimiento colectivo. Algo de esto ocurrió. Se generaron ciudadanías continentales, se flexibilizaron las barreras para el comercio y se establecieron sistemas globales de vinculación educativa. Pero la globalización no fue para todos. Las empresas, por ejemplo, pudieron contratar servicios fuera de su país de origen con salarios muy bajos y con mano de obra poco especializada (un outsourcing internacional). Los sistemas educativos de las naciones desarrolladas, por su parte, crearon estrategias de intercambio de estudiantes y de tecnología, dejando de lado a los países que no cuentan con la infraestructura necesaria.
No se pide cerrarse al mundo ni regresar a políticas industriales y de comercio anacrónicas, sino replantear el acuerdo entre los jugadores.
La tecnología ayuda, hace más fácil algunas cosas y disminuye tiempos. Gracias a los desarrollos tecnológicos existen supercomputadoras –se ha logrado teletransportar información cuántica–, instrumentos para cirugía en donde la precisión y el control son mayores en comparación con las técnicas convencionales o vehículos para conocer las profundidades de los océanos y del espacio. Sin embargo, cuando se habla sobre su impacto en la cotidianidad, la tecnología disminuye el número de trabajadores que se requieren para hacer las faenas, lo que genera, inevitablemente, aumento de la tasa de desempleo y, en contraparte, incrementa los salarios de aquellos que no pueden ser sustituidos por ella.
La riqueza está en manos privadas, no bajo el dominio de las instituciones públicas. Esto quiere decir que personas o empresas son más ricas que Estados enteros. Burundi, Malawi, Mozambique o Haití son países que tienen menos influencia en el concierto mundial que Apple o Amazon. Esto provoca que los países tengan un reducido margen de maniobra para establecer políticas contra la desigualdad (o para cualquier otro tema) y queden a expensas de los privados.
Hay un acuerdo en torno a que los salarios son importantes para construir igualdad. Resultan el elemento principal para satisfacer las necesidades ordinarias, pero las estructuras salariales expresan diferencias al interior de las organizaciones y fuera de ellas. Los trabajos temporales, la subcontratación o la falta de contratos colectivos agudizan el desequilibrio entre trabajo y pago.
Quienes perciben más deberían pagar más impuestos que aquellos que tienen menos ingresos. Se ha insistido en que los sistemas impositivos tienen que ser progresivos. La realidad es otra. Quienes ganan más, pagan menos y quienes perciben menos, al realizar su contribución, se quedan sin una parte significativa de su ingreso.
Los paraísos fiscales son la muestra más clara de la renuncia a la ciudadanía, entendiendo que la utilización de estos lugares manifiesta la nula importancia de ser corresponsable con las necesidades del lugar en el que se vive. Pagar impuestos es una responsabilidad cívica: ser consciente de que para vivir mejor, todos deben contribuir pecuniariamente.
La desigualdad no sólo se combate con políticas vinculadas a la recaudación o a la redistribición, requiere de políticas educativas y de salud que propicien mejores condiciones de vida, pero cuando los gobiernos no ven en este tipo de acciones beneficios electorales o de popularidad inmediatos o simplemente no cuentan con los recursos para hacerlo, las otras desigualdades, las que no son económicas se agravan.
Qué duda cabe: la desigualdad no es problema sencillo, su naturaleza es estructural y afecta el bienestar colectivo. Para disminuirla, se requiere el concurso de todos los sectores (público, privado y social) y de los actores nacionales y extranjeros. No se soluciona con transferencias directas, sino con políticas robustas que incidan en diferentes áreas de la vida social. Resulta urgente modificar porcentajes: el 10 por ciento más rico de la población del planeta recibe el 52 por ciento del ingreso mundial, mientras que la mitad más pobre de la población tiene el 8.5 por ciento.
Sociedades desiguales son comunidades con violencias e ingobernabilidad, en donde ocurren pactos entre el crimen y los gobiernos, más propensas a regresiones democráticas y al rompimiento de la solidaridad entre las personas.