Escrito por Lucía Melgar Palacios
Las guerras, los conflictos armados y los actos terroristas dañan cada día más a la población civil a la que, por más leyes de guerra que se firmen y confirmen, no respetan ni las bombas, ni las armas ni la crueldad de los agresores.
En estos contextos, niñas y mujeres están más expuestas a sufrir, además de violencia extrema generalizada, la violencia sexual que se ensaña contra ellas por el hecho de ser niñas y mujeres. En un reciente reporte sobre violencia sexual en contextos de conflicto armado, publicado por el Secretario de Naciones Unidas (junio 2023), que expone, entre otras, atrocidades cometidas en Mali, Sudán, República Democrática del Congo, Mianmar, Haití, Ucrania, entre otros, se hace evidente que las violaciones masivas, la prostitución forzada, la trata y otras formas de violencia sexual son de las armas más crueles, menos castigadas y que más secuelas dejan.
La falta de castigo a estas violencias, perpetradas desde la Antigüedad, no se debe a falta de leyes o acuerdos internacionales. Por lo menos desde finales del siglo XIX existía legislación que invocaba el respeto a la familia (y su “honor”), substituida en el siglo XX por sucesivas normas y sentencias derivadas de la II guerra mundial (Convención de Ginebra IV, sobre protección de civiles), de la guerra en los Balcanes y el genocidio en Ruanda (Tribunales especiales para Yugoslavia y Ruanda en los años 90), el Estatuto de Roma y los Principios de la Haya, en cuya elaboración y revisión fue decisiva la participación de mujeres especialistas en violencia de género para especificar y ampliar la definición de violencia sexual dentro del marco conceptual y legal de crímenes de guerra y contra la humanidad (https://4genderjustice.org/ftp-files/publications/Los-Principios-de-la-Haya-sobre-la-Violencia-Sexual.pdf).
En términos muy generales, la definición de actos de violencia sexual es muy amplia en estos documentos. No se limita a la violación ni en ésta a la penetración, incluye en cambio los atentados contra la autonomía y la integridad, y desde luego el uso de la fuerza o cualquier forma de coerción. Además, para entrar en el marco de crímenes de guerra, debe considerarse que: “la conducta haya tenido lugar en el contexto de un conflicto armado internacional” o “que no era de índole internacional y haya estado relacionado con él” y que “el autor haya sido consciente de circunstancias de hecho que establecían la existencia de un conflicto armado”.
Para ser considerada crimen de lesa humanidad, se toma en cuenta que: “la conducta se haya cometido como parte de un ataque generalizado o sistemático dirigido contra una población civil” y “ el autor haya tenido conocimiento de que la conducta era parte de un ataque generalizado o sistemático dirigido contra una población civil o haya tenido la intención de que la conducta fuera parte de un ataque de ese tipo” (lineamientos de CPI en Principios de la Haya).
Naciones Unidas, a su vez, emitió las resoluciones 1325, que hace responsables a los Estados de castigar estos crímenes, y 1820, que reconoce el uso de esta violencia como táctica de guerra, que atenta contra la paz y la seguridad.
En los años 90, la guerra en los Balcanes y el genocidio en Ruanda le recordaron al mundo en todo su horror el recurso a la violación y a la violencia sexual como arma de guerra, cuya destructividad ya se había hecho evidente en la campaña genocida en Guatemala y el conflicto armado en Perú (por mencionar dos casos de ataques masivos contra mujeres y niñas bien conocidos en América Latina).
De hecho, las reacciones de mujeres organizadas fueron cruciales para que la violación sistemática en esos contextos se reconociera como crimen de guerra. Hoy, en pleno siglo XXI, después de un cúmulo de barbarie contra mujeres yaziríes en Irak y mujeres rohingyas en Mianmar, y denuncias de violaciones sistemáticas en Ucrania por parte de tropas rusas, las violaciones individuales y tumultuarias perpetradas por terroristas de Hamas contra niñas y mujeres en Israel el 7 de octubre llaman de nuevo a una denuncia general de estos crímenes (aun cuando Hamas niegue estos hechos porque “respeta el Corán”, cuando otros grupos terroristas islámicos han cometido también este tipo de crímenes).
Minimizar este último caso, como han hecho algunos medios, no contribuye a ninguna causa más que a fortalecer al patriarcado más violento y a ignorar el trauma de mujeres y niñas atacadas con gran crueldad y de quienes atestiguaron estos actos.
En el ámbito formal, está ya en proceso un Tribunal especial para Ucrania, donde se han denunciado desde 2022 crímenes sexuales cometidos por las fuerzas rusas, y algunos combatientes ucranianos, además de desplazamiento forzado y otros crímenes de guerra, que deberían llegar a la Corte Penal Internacional.
En el caso de Israel, la ONG Physicians for Human Rights-Israel acaba de publicar un detallado reporte basado en testimonios de sobrevivientes que atestiguaron estos crímenes, reportes de personal de seguridad y de emergencia, y evidencia audiovisual que circuló en redes, que podría servir para una investigación de estas violencias como crímenes de guerra y lesa humanidad por parte de la Corte Penal Internacional, de la que Israel no forma parte pero a la que al parecer apelará la ONG. Aunque estas iniciativas tienen un alcance limitado ya que la tasa de castigo de los tribunales internacionales es mínima, permiten visibilizar y denunciar estas violencias
Sacar a la luz las atrocidades cometidas contra mujeres y niñas (y algunos hombres) en Israel, Irak o Siria por grupos terroristas, en Haití por pandillas, en países africanos o asiáticos por tropas oficiales o mercenarias, o por una combinación de actores armados que incluyen al crimen organizado, como en México (donde faltan datos), es imprescindible para exigir que los propios gobiernos, organismos internacionales y la Corte Penal Internacional actúen de manera más decisiva para prevenir y castigar estos actos que atentan contra la dignidad, la autonomía, la salud y la vida, y que dejan hondas secuelas en las víctimas directas e indirectas y en sus comunidades.