Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

En todos los pueblos siempre hay personajes imprescindibles, sin los cuales el paisaje parecería yermo y no habría tantas anécdotas que contar.
Los hay desde quienes se ganan el respeto y casi la veneración de varias generaciones, como las parteras, que ayudan a nacer a decenas de niños y niñas en los cuartos der sus padres o junto al fogón de la cocina, pero también está el buscapleitos, la cuenta leyendas, el que presta dinero y, cómo no, el borrachín del pueblo, que de pronto aparece en medio de las fiestas familiares zapateando al ritmo de la marimba y con la mejor bebida de la casa en las manos.
Hace varias décadas, en el pueblo de mi padre, hubo un hombre que de trabajador y honrado se echó a la bebida hasta que logró —como lo describía mi tío Humberto— olvidarse de sí mismo.
Con el tiempo fue perdiendo pertenencias, respeto y familia, y para pagar sus borracheras debía echar mano de trampas, tranzas y robos descarados.
Además del borrachito, vivía ahí doña Griselda (nombre ficticio, claro está), quien además de vender licor y cervezas, no tenía muchos escrúpulos para hacerse de los bienes ajenos, los cuales escondía en un hoyo en un bodega y luego iba a venderlos a otras poblaciones y si le daba el ánimo, aun dentro del mismo pueblo.
Claro que los caminos del borrachín y de doña Griselda no tardaron en encontrarse y, a cambio de algunos litros de licor barato la señora recibía gallinas, guajolotes y lechones robados. Tan consciente estaba la señora del origen del pago, que cuentan las malas lenguas y la mía que lo repite (o escribe), que en no pocas ocasiones instigó a su beodo cliente a conseguir productos específicos, como el molino de mano de doña Rosita, la cazuela nueva de la prima Elvira o algunas galletas de la tienda de la tía Conchita.
Por supuesto que pronto se supo quién era el ladrón de diario y también el destino de lo robado, pero el que sufrió de inmediato las consecuencias de sus actos fue el borrachín, a quien todos vigilaban con atención, comenzaron a correrlo de las fiestas y hasta le echaban a los perros (y no con intenciones románticas).
Bueno, si hubo una persona que siguió confiando en él, doña Griselda. La señora se sorprendió de que a pesar de los rumores y de que los pasos del borrachín eran custodiados con atención extrema, él siguiera llegando con pollos, lechones y artículos de cocina.
La relación comercial entre ambos personajes terminó cuando la doña comprendió que el borrachín había descubierto su escondite en la bodega, y que cada mañana saltaba la barda de su patio trasero para elegir entre los animales que por ahí andaban o los artículos ocultos, para luego vendérselos a ella misma.
No sé si sea cierto que lo correteó varias calles con la promesa de romperle un molino de mano en la cabeza o si sólo se la rementoteó con toda la riqueza verbal de que dispusiera la señora. El caso es que su sociedad comercial se fracturó para siempre.
Esto viene a colación porque ahora que se desarrollan las campañas políticas, de pronto nos encontramos con una caricatura de esta historia verídica, sólo que llevada a un nivel macro: Miles de personas se sienten agasajadas por los regalos que reciben y quizá hasta elijan a quien dar su voto a partir de la esplendidez del candidato, sin considerar que en el mejor de los casos, esos regalos tienen como origen la mala distribución de los impuestos (se le asigna más dinero a las partidos políticos que a necesidades en salud, por ejemplo), y que también son productos de la corrupción, del desvío de recursos en las dependencias y de la venta de favores. Es decir, tienen como origen el robo y malversación de nuestros recursos, que son usados para adquirir baratijas y espejitos que luego nos obsequian con la intención de comprar nuestra voluntad y el voto.
Existen o existimos personas a quienes de pronto nos invade cierto sentimiento de superioridad, y cuando se señalan asuntos como el anterior, volteamos a ver como objeto de la compra de voluntades a gente humilde y sin recursos económicos, que son acarreados a los mítines y se comprometen a votar por un determinado partido, a cambio de despensas de hambre o de seguir recibiendo algunos beneficios públicos.
Sin embargo, no son ellos los únicos «comprados» con los recursos que bien distribuidos y administrados deberían traer beneficios reales a todos.
En esa bolsa habría que considerar a aquellos y aquellas que a cambio de un puesto en el gobierno, de la asignación de una obra o de espacios para volverse proveedores, apoyan a personajes deleznables, que evidentemente van por el poder y el beneficio económico personal. No alcanzan a comprender que mientras obtienen parcas ganancias, el mundo a su alrededor se está desmoronando, y que el dinero obtenido siempre será poco, si se toma en cuenta el pésimo estado de nuestras calles oscuras, la inseguridad en aumento que nos hace temer por el bienestar de nuestros seres queridos, la mala calidad de los servicios públicos y el desabasto sin sentido en los hospitales públicos, y los invitaría a hacerse una pregunta: ¿de verdad estoy construyendo un mundo más bonito para mis hijos?
Bueno, esa es una pregunta que podemos hacernos todos, pero como dijera una tía, «estamos hablando de quienes se dejan corromper por un poco de paga, no de nosotros que somos bien decentes». Hasta la próxima.

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