Cotidianidades / Luis Antonio Rincn Garcia

Revisando un portal sobre costumbres y formas de negociación que se desarrollan en otros países, encontré que mientras los mexicanos solemos distribuir nuestras tarjetas de presentación como si fueran volantes, los chinos la entregan sosteniéndola por las esquinas superiores con pulgar e índice de ambas manos, al tiempo que realizan una reverencia. Dicho portal (de Santander), sugiere que en esos casos uno tome la tarjeta, la lea con atención y luego la guarde bien.
La explicación que encontré a un protocolo de aparente sencillez, es que el negociador chino no sólo le está presentando un trozo de cartulina con tinta, sino que le está entregando su nombre, el cual espera sea respetado, así que si usted agarra la tarjetita y se la mete en la bolsa trasera del pantalón, digamos que no será bien visto ni le hará mucha gracia a su interlocutor.
En México, el respeto al nombre no debería resultarnos extraño y mucho menos ajeno. A botepronto me viene a la memoria el cuento «Benzulul», del maestro Eraclio Zepeda, en el cual el pobre protagonista, Juan Rodríguez Benzulul, no está contento con el nombre que le tocó, porque «el nombre da juerzas», así que ayudado por la nana Porfiria, cambia el suyo al de Encarnación Salvatierra, un nombre «brilloso como luciérnaga», de quien «hace maldá y es respetado. Mata gente y nadie agarra.» Lo malo pa»l pobre Benzulul, es que el Encarnación se entera y no le hace gracia que le roben el nombre, por eso cuelga al ladrón de los brazos y le corta la lengua.
Asimismo, hasta hace no muchas décadas, las personas realizaban fuertes transacciones comerciales (por ejemplo compra de propiedades o préstamos económicos) sin que hubiera papeles, firmas notariales o trámites legaloides de por medio. Con dar la palabra era suficiente, en tanto era sustentada por el buen nombre acuñado con una vida honesta, honorable y de respeto hacia los demás.
Esa misma situación podría jugarte en contra si eras heredero de un nombre manchado por el crimen o el abuso, y no importaba que la persona en cuestión fuera buena gente, siempre iría en compañía de un aura de desconfianza y resquemor, y no faltaría quien vengara en ese ser las bellaquerías de sus progenitores, lo que terminaba por darle fuerza a aquel refrán que dice «lo que tú haces riendo, tus hijos lo pagarán llorando». Y debían pasar un par de generaciones para que los agravios se olvidaran y el nombre quedara limpio.
Sin embargo, algo pasó en el camino, al menos en nuestro país, y nos fuimos al otro extremo. Muchas personas se olvidaron del respeto al nombre y con ello de la honorabilidad. En lugar de ser cualidades, la honradez y el honor —insisto, para muchos, que no para todos— se convirtieron en estorbos para satisfacer la ambición, lograr enriquecerse y de paso alcanzar alguna posición social a partir de lo que se posee.
Curiosamente, también, el camino más utilizado para acumular propiedades y recursos es y ha sido a través del gobierno. Resultó que las bondades económicas generadas por el petróleo y otros bienes nacionales, la impunidad histórica y el acceso a información que daban ciertos puestos públicos, así como la posibilidad de hacer con los recursos y la leyes lo que les venga en su real gana, fueran las bases para crear una nueva elite (que no ha dejado de crecer y renovarse) de familias poderosas y ricas, muy ricas, que se hicieron de su patrimonio a través del robo y el desfalco a la nación, y que nos enseñaron que «vivir fuera del presupuesto era vivir en el error».
La corrupción dejó de ser execrable, «es un asunto cultural», dijo nuestro presidente (Por cierto, en ese caso, ¿la casa blanca es su mayor aporte cultural al país?), y se le consideró en cambio, un buen medio para alcanzar a los grandes. Dejó de importar que tu nombre fuera Gustavo Díaz Ordaz o Luis Echeverría o que descendieras de un Salinas de Gortari, lo importante era aprender de ellos para luego, algún día, con empeño y malas mañas, obtener su estatus, y con ese objetivo en mente, muchos echan a un lado su buen nombre para ir a adular a sinvergüenzas.
¿Qué debe hacer una persona para que la descendencia no sufra con su nombre? No lo sé de cierto, pero supongo (diría J. Sabines con su apellido que en Chiapas revuelve estómagos) que deben vestir a sus hijos de cinismo, que deben martillarlos con argumentos moralmente áridos pero económicamente razonables, que deben escamotearle la verdad, invitarlos a ser como ellos o hacerle girar la mirada hacia países lejanos, donde llamarse Virgilio Andrade o Rosario Robles no sea motivo de escarnio.
O de plano confían mucho en la pobre memoria histórica de nuestra gente, de tal forma que puedes avalar elecciones putrefactas, aprobar cuentas públicas deshonestas y dejar ciudades destruidas, bajo la certeza de que nadie, nadie, nadie, lo recordará y mucho menos se los echará en cara. Hasta la próxima.

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