A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

La renuncia de Romo

Mi padre me decía de joven «aprende a escuchar». Hay personas que oyen, pero no escuchan y es que, en efecto, no es lo mismo. Oír es propio de nuestros sentidos. Escuchar significa, poner atención, procesar y en temas de ejercicio del poder, quizás tomar o cambiar de decisiones. Mucho daño hace los turiferarios o quemadores de incienso, que a todo dicen que si, que nunca difieren o se atreven a opinar distinto, obvio en aras de preservar sus privilegios.

El emperador Taizong perteneciente a la dinastía Tang, una de las más longevas de la historia se caracterizó por varios triunfos audaces, innovadores y atrevidos, dejó una vara muy alta para varios de los emperadores que lo sucedieron. A los 28 años creó un equipo de consejeros antes de acceder al trono. Dirigió todas sus iniciativas políticas importantes tomando en cuenta las decisiones ejecutivas de su corte. Hoy en día los líderes gubernamentales de toda Asia, leen con interés el pensamiento de Taizong.

Al principio de su reinado, el emperador dijo a sus ministros: «El gobernante solo tiene un corazón, pero muchas personas lo pretenden. Algunos lo quieren obtener gracias a su valor; otros, gracias a su elocuencia; otros, gracias a su inteligencia; otros, a satisfacer sus deseos. Al gobernante lo solicitan en todas partes. Todos tratan de venderle algo para obtener poder o riqueza. Si baja la guardia un solo instante, puede cometer un error grave y meterse en problemas. Por esa razón es difícil ser un gobernante.

Taizong fue lo bastante inteligente como para conocer sus limitaciones. Su éxito se debió más a la sabiduría colectiva de sus consejeros que al genio individual. El emperador afirmaba: «Los aduladores y lisonjeros son una plaga. Para conseguir poder y provecho, intentan ganarse el favor del gobernante con palabras bonitas y maneras halagadoras… Si el gobernante está rodeado de este tipo de personas, será sordo y ciego. No podrá ver sus propios defectos».

El fin de Romo

El propio presidente dio a conocer que Alfonso Romo dejaría de ser el jefe de la oficina de la presidencia. Así lo habíamos pactado, dijo. Fue una manera elegante de desvelar que de nueva cuenta un funcionario del gabinete abandonaba su cargo. Así sucedió con el exsecretario de medio ambiente Víctor Toledo, quien habría manifestado sus diferendos con la cuarta transformación en una conversación privada que fue difundida ampliamente en los medios de comunicación. Días después presentó su renuncia y apareció sonriente junto al presidente alegando razones distintas como lo hizo el propio Romo.

La última declaración de Alfonso Romo fue que sin inversión privada la economía del país no crecería. De nada sirvió el segundo anuncio junto al presidente, después de un año, del Consejo Coordinador Empresarial, para invertir en materia de infraestructura. Nada de eso ha aterrizado en la realidad y todo apunta a que no se cristalizará. Obvio es que Romo se dio cuenta que sus días estaban contados. Que el presidente lo oía, pero no lo escuchaba. Que terminó siendo un publirrelacionista con el sector empresarial con muy magros resultados. Tampoco estuvo de acuerdo con la cancelación del NAIM. Es evidente que ya no tenía nada que hacer y prefirió no cargar con el sambenito por el resto de su vida.

Señales ominosas

Si sumamos esa renuncia a la de Carlos Urzúa a la Secretaria de Hacienda, las renuncias en Semarnat, la renuncia de Germán Martínez al IMSS, la salida de Durazo por un cargo de elección popular, podemos concluir que las cosas no pintan para bien. Lo mismo se augura de la secretaria de gobernación Olga Sánchez que solo está de adorno, en el gabinete. No se trata de acomodos estratégicos sino de funcionarios que abandonan el barco en pleno naufragio. No es una raya más al tigre. Se trata de una señal que terminará por sepultar la confianza de los inversionistas. Lo más grave es que al presidente no parece preocuparle. Es como el Robin Hood que se da por satisfecho repartiendo la riqueza pública como aquel que asalta un banco y reparte billetes entre los pobres. Lo que no entiende, es que, con esto, más allá de la pandemia, al final de su sexenio, habrá multiplicado con creces la pobreza y profundizado la desigualdad que tanto se obstinó en combatir.

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