Artistas despiden al pintor con fuego, Rodolfo Disner

El pasado viernes 09 de abril falleció el Premio Chiapas en Tuxtla Gutiérrez. Artistas, que han sido influenciados por su trabajo, le dedican algunas palabras

Con todo mi cariño para Damaris, Dinora y Ruth

Sandra de los Santos / Aquínoticias

La obra de Rodolfo Disner en Chiapas no pasa desapercibida. Se encuentra en lugares públicos, pero también en la sala de diferentes casas o como parte de su arquitectura.

En sus obras sale a relucir el color cobrizo que deja el salitre y  el azul del mar. Aunque era originario de Huixtla gran parte de su vida la pasó en Tonalá y el mar siempre le habló al oído.

A Rodolfo Disner lo conocí, como muchas otras personas,  por su mural en el Centro Cultural Jaime Sabines. Después tuve la oportunidad de trabajar y entablar una amistad con su hija, Damaris  y coincidir así en más de una ocasión con el maestro, de conversar con él acerca de su obra, no es que el artista tuviera una condescendencia especial conmigo, la verdad es que era un gran conversador y era generoso al compartir sus conocimientos.

Las personas que tienen grandes pasiones, como el caso del artista, rara vez se conforman con solo realizar sus obras. El mayor placer que tienen es el compartir lo que han aprendido.

Rodolfo Disner no solo era un artista con una gran producción, también era un maestro dedicado, que durante varios años con sus propios recursos mantuvo un taller en el que daba clases en el patio de su casa en Tonalá. Además de su trabajo como docente de artes en una escuela secundaria.

Hay mucho que escribir y reconocer del trabajo no solo del maestro Rodolfo Disner, sino de sus hijas, quienes siguen con su legado.

Algunas personas que fueron influenciadas de alguna manera con su trabajo hablan del «pintor con fuego», que el pasado 09 de abril falleció en Tuxtla Gutiérrez.

Tania Mandujano / Ceramista

Don Rodolfo me hizo comprender que los que algún día nos casamos con el barro, jamás nos podemos separar de él, se insiste en seguir tocándolo y sobre todo coincidimos en querer volver a hacer una quema.

Reafirmó en ese momento de mi vida que todo lo que tenía que dejar en otras técnicas visuales, lo compensaría haciendo cerámica, puesto que todo lo que podíamos imaginar es posible trasladarlo a ella.

Coincidimos también en lo gracioso que es cuando le decían que sustituyera un par de piezas de algún mural, como si la paleta de color estuviese ahí, mágica y tal fuese un óleo…

Para mí es un motivo de inspiración y de disciplina puesto que se puede dejar mucho y pasarán años sin que se deterioren, permanecer es pues algo significativo, humano, sensible.

Carito Moroqui / Artista Plástica

Hace años el CELALI dió un taller de cerámica para artesanos del municipio de Amatenango y decidí participar. Dinora Disner fue quien impartió el taller, y ahí conocí el apellido Disner.

En esa ocasión hicimos cruces y máscaras. Gracias a ese taller conocí al Maestro Disner. Cuando platicaba sobre la cerámica hablaba con una sencillez y pasión sobre lo que hacía.

Sabía que él había elaborado el mural del Centro Cultural Jaime Sabines, pero en una caminata en la calzada de las Personas Ilustres me percaté del mural de la entrada del jardín botánico y pensé: «esto parece que es del maestro Disner y rápidamente me acerqué y sí era de él».

El maestro  platicaba sobre anécdotas de cómo viajaba su obra de manera internacional, lo interesante es que él no lo sabía, cuando las personas veían sus piezas en el extranjero rápidamente decían que era una de él porque su trabajo se reconoce. Siempre estaba gustoso de compartir lo que sabía de cerámica.

Samuel Chan / Estudioso del arte

Recuerdo a un Rodolfo Disner que no conocí, uno jovencísimo, que salía a cazar a las ruinas de iglesia vieja y que si se le hacía tarde se quedaba a dormir en las ramas de los árboles, para que los jaguares no lo atraparan, que una vez se perdió y pidió asilo en una cabañita escondida entre la jungla.

Lo recuerdo llorando en las bancas del parque porqué veía a sus congéneres, como a él le gustaba decirles, con una educación universitaria y él no sabía qué hacer con su vida.

Tengo viva la imagen de él, declarando a su padre «Quiero ser artista», tomado autobuses y viajando días para llegar al entonces, Distrito Federal, abordando tranvías con rutas interminables.

Casi puedo citar con exactitud, la noche en que un policía se le acercó mientras dormía en la «Alameda» para mandarlo a su casa, «yo no tengo casa», le dijo él.

Recuerdo su trabajo en la farmacia, la pensión donde dormía, y también la primera vez que escuchó hablar de la cerámica mesopotámica. Lo recuerdo así porque él solía hablar de esta etapa como la más feliz de su vida, de sus años de estudiante en la academia de San Carlos, de sus labores en el taller de Canessi, de las aventuras y desventuras para poder trascender a través del barro cocido, contaba con orgullo sus experimentos y descubrimientos con los esmaltes, como se convirtió en el alqumista de fuego.

Recuerdo que pensaba que el apodo era una especie de burla que alguien se inventó, sin saber que trascendería en la historia chiapaneca con ese epíteto, y que sería reconocido por ello.

La ambición más grande de este joven Rodolfo no era la fama, ni el reconocimiento, era la perduración de su legado, creía sinceramente que la Meditación a nuestros orígenes era su obra maestra, lo cual me hace pensar que nunca fue consciente de que se volvió el muralista más representativo de nuestro estado, en mi osada opinión, tan sui generis.

Hoy su legado está en todo Chiapas, sus mundos burbujeantes con la constante representación de la ciencia y la metafísica humana. Siempre filosofando en las oportunidades del conocimiento. Si tan solo el joven Disner hubiera sabido que ahora nos tomamos el tiempo para hablar de eso mientras llora en un parque del pasado.

Héctor Estrada / Periodista

Conocí al profesor Rodolfo Disner en la Escuela Secundaria Ramón E. Balboa de Tonalá, Chiapas, por allá del año de 1996. Desde entonces, siempre hacía referencia de él como «el profe Disner»; porque así lo descubrí, en las aulas del taller de artes, sin imaginar al gran artista que tenía frente al salón de clases enseñándome las técnicas básicas del dibujo y la pintura.

Lo recuerdo siempre como un hombre paciente, noble y bastante amable. Me asombraba la facilidad que tenía para dibujar trazos simples a lápiz. Su talento era innegable. Incluso en momentos tan rutinarios como la hora de clases en secundaria.

Desde niño, en Tonalá, supe de obras ícono suyas dentro del municipio, como la fuente que se ubicaba sobre el Parque Central Esperanza donde muchos niños nos entreteníamos observando sus colores, figuras y a los peces que nadaban dentro de ella.

Fue hasta que regresé a Tuxtla cuando lo dimensioné a su magnitud real, cuándo me sorprendí al escuchar que eran sus obras las vestían el Centro Cultural Jaime Sabines y otros edificios que luego fui descubriendo. Supe entonces que el «profe Disner» era más grande de lo que pensaba; que, sin saberlo, tuve la dicha de que me instruyera y corrigiera con sus trazos o pinceladas mis trabajos. Y esas son anécdotas que no dejaré de contar con orgullo siempre.

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