Chaco, un peluquero «requetefeliz»

En 1950 aprendió el oficio de barrio que lo ha llevado a tener una admirable destreza. A sus 82 años, Álvaro Chacón Mandujano se sienta en su viejo sillón amarillo a esperar a quien desee algo más que un simple corte de cabello

Elizabeth marina / Portavoz

Sobre la Novena Oriente, esquina con Primera Norte, existe una casita solariega, un rinconcito de Tuxtla Gutiérrez en el que desde hace 26 años los clientes salen con algo más que un simple corte de cabello.
En 1949 fue bolero y para 1950 ya era peluquero, y es que Chaco –como de cariño lo llamaba su madre– lleva 67 años negándose a dejar en el olvido este negocio de barrio que lo ha llevado a tener una admirable destreza.
—¡Siéntate mi hijita chula!—, grita a lo lejos Álvaro Chacón Mandujano.
Tomo asiento en un sofá añoso color amarillo, respiro en el ambiente historia; mis ojos recorren en cuestión de segundos la casa y me detengo a observar las fotografías de antaño que cuelgan en sus paredes.
Con pasitos lentos se acerca a mí, lleva puesto un pantalón azul y sus característicos tirantes que sostienen el cuello holgado de una vieja playera de rayas que lleva en su lado izquierdo un bordado que dice «peluquería y salón de belleza Chacón».
Basta con ver su mirada para sentirse en paz, y tocar sus frías manos para creer conocerlo de por vida…
—¡Don Alvarito!— saluda una mujer rubia de unos 50 años, desde el otro la de la calle.
—Adiós madre linda, que Dios los acompañe—, responde con una voz tenue, cariñosa, esa que lo identifica.
Nuestra platica constantemente es interrumpida; Chaco —como prefiere que lo llame, porque eso de los dones se los deja sólo a Dios— es todo un personaje que recibe a diario clientes y amigos que pasan a saludarlo o a recibir un buen consejo del hombre que a sus más de 80 años, se describe como una persona requetefeliz.

Baluarte del oficio

Chaco nació en 1934; ante los ojos de Dios tiene 82 años pero se robó dos para poder entrar al internado en la Ciudad de México y terminar su secundaria. Aunque nació en Tuxtla Gutiérrez, la pobreza obligó a su madre, a su hermana y a él, a mudarse a la capital del país. Fue una época de muchos sacrificios.
Su madre, hundida en la pobreza, cosía y cosía en una maquinita de pedal para mantener a su familia; era tan poco lo que ganaba que Chaco no se atrevía a pedirle unos pesos para comprarse un taco de canasta que tanto se le antojaba al salir del colegio.
Corría el año de 1950 cuando Lucio Menchú Gutiérrez puso las tijeras en sus manos, sin saber que en ese preciso instante, en una peluquería (ahora inexistente) de la CDMX estaba dejando un legado.

—Aprendí el oficio y de inmediato me fui a trabajar con El Perico, ay mamacita chula ahí fue cuando empecé a ganar mis centavitos, y entonces, una semana después, llegó el lunes aquel, cuando este pobre alcanzó aquella canasta de taquitos y con unos centavitos los compré, gracias a que ya había aprendido la peluquería y gracias sobre todo, a que ya había aprendido a trabajar—
Desde entonces hubo taquitos toda la vida, recuerda Chaco con una enorme sonrisa en el rostro, con una alegría indescriptible que intenta ocultar entre sus arrugadas manos.
Álvaro Obregón 308, sobre la calle Roma le cambió la vida. Algunos años después acudió a esa dirección y conoció a quien sería su jefe durante 28 años; en una aerolínea de aviación aquel peluquero inexperto adquirió el puesto de inspector de carga.
Pero, como todo oficio bien pagado, el buen Chaco conoció la envidia, la maldad humana —como el la llama— y tras un plan bien armado pasó 20 días encerrado en el Palacio de Lecumberri, acusado injustamente de un robo que no cometió.
Al recordar aquellos momentos de fragilidad y angustia, recuerda el amor más grande que puede existir después de Dios: el de una madre, quien al ser liberado lo esperaba de brazos abiertos.
«Unos brazos así —señala extendiendo sus manos— susurraron a mi oído y me dijeron «ay hijo, sentía morirme, sentía volverme loca pensando en ti»».
No amó a nadie más en el mundo como a su madre; a más de una década de haberla perdido, derrama lágrimas de cariño por ella.

El viaje a Europa

Ser inspector de carga le dio muchos privilegios, y tras varios años trabajando de 9:00 de la mañana a 5:00 de la tarde en la aerolínea, y de 6:00a 12:00 en la peluquería, ahorró lo suficiente para llevar a su familia a viajar por España.
Y no lo hizo una, ni dos, ni tres sino ¡cuatro veces!; tampoco lo hizo por ser un hombre adinerado sino por las horas que tuvo que sacrificar en el trabajo para ver a sus hijos, su esposa y su madre felices.
—Dije, debo de aprovechar porque la aerolínea me lo permitía, me daba ciertos privilegios y con la gracia de Dios, fue en el último viaje a Europa que viví el momento más memorable de mi vida; arriba de la Torre Eiffel le agradecí a mi madre por la vida y por hacerme el hombre más feliz del mundo—.
Pasaron los años y Álvaro Chacón abandonó el puesto de inspector y volvió a Chiapas para perder a su familia. Tras un conflicto familiar, se mudó a casa de su tía de 84 años; a la que cuidó y enterró luego que ella falleciera a los 98.
Como herencia le quedó la casita solariega, que desde 1991 se convirtió en peluquería. Con un sillón viejo que trajo desde la CDMX y cobrando 7 pesos por corte, trabajó por un par de meses de 9:00 de la mañana a 11:30 de la noche; hora exacta en la que Jacobo Zabludovsky daba por terminado el noticiero.
«Mi tía me decía Álvaro, «¿cuál es la ambición de ganar tanto dinero?», yo callaba unos segundos y luego respondía: «tía, es la ambición de ganar la mayoría de clientes para que más adelante tenga un horario fijo pero para lograrlo necesito trabajar»,».

Tres sillones

Pasaron los años y el sillón aquel no continuó solo, llegaron dos más para hacerle compañía. Eran tantos los clientes que Chaco ya tenía, que sobre ellos caían dormidos esperando su turno.
El tiempo muestra sus estragos en aquel espacio, en donde 26 años después, aquel sillón amarillo nuevamente se encuentra solo; sin embargo, Chaco sigue siendo el hombre más feliz y espera con las tijeras en las manos que Dios designe la hora de su partida.
«Cuando creas que llegó el momento, lo aceptaré —susurra con la vista fija en sus imágenes—. Yo nunca viviré solo, desde que estoy aquí me casé con soledad, una compañera que no me pide nada, ¡nada!, en el momento que quiero le hablo y si no quiero, no le hablo y le digo «¡soledad!, vamos a hacer esto», y no me dice nada, todo lo aprueba y todo lo logro con ella».
En su caminar ha vivido como rico, sin serlo. A la fecha decenas acuden a él para un buen corte de cabello y un viaje en el tiempo; porque mientras sus tijeras vuelan sus recuerdos envuelven a su fiel clientela en una auténtica lección de vida.

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