Ciudadanía / Eduardo Torres Alonso

La salud de las instituciones mexicanas no es la mejor. Esto no es atribuible a un gobierno en particular, pero también es preciso mencionar que quienes tienen responsabilidades públicas, sean ejecutivas o legislativas, a nivel federal, estatal o municipal, han quedado a deber –salvo excepciones– en dos sentidos: en el estricto del cumplimiento de sus obligaciones claramente establecidas en la ley y en la dimensión simbólica, la que tiene mayor impacto en la percepción social. A cada rato aparecen intereses mezquinos o aspiraciones anodinas, la personalización (y patrimonialismo) del cargo, en fin, la frivolidad.

Gobernar no sólo es satisfacer el mayor número de demandas sociales y darle solución a un número importante de problemas públicos, sino educar en el civismo. Quienes gobiernan tiene una labor pedagógica permanente: hacer que las personas se apropien de los espacios públicos, conozcan sus derechos y se sientan impelidas al cumplimiento de sus obligaciones. En otras palabras, que se vuelvan ciudadanas y ciudadanos de tiempo completo.

Sin embargo, esa tarea no se cumple, porque se cree que, a mayor politización de la sociedad, habrá más problemas, con el consiguiente descrédito de los gobernantes. Es una decisión estratégica de aquellos que, con una obligación pública, “se olvidan” que, para el mantenimiento de la convivencia civilizada y de la democracia, la ciudadanía es fundamental. Prefieren rodearse de ignaros. Una comunidad que no sabe, puede ser más fácilmente manipulable.

Por otro lado, la ciudadanía tiene frente así, además de acciones deliberadas del poder para limitarla –o incluso, desaparecerla–, aspectos estructurales que la desafían: desigualdad, violencias o corrupción. En este contexto, la ciudadanía se reconceptualiza: va más allá de la posesión y ejercicio de derechos.

El sujeto es votante, pero es más que eso, es un ciudadano perspicaz que duda, critica y propone, se organiza, se manifiesta y exige. Hay que tener en cuenta que la construcción de la dimensión ciudadana de las personas no es lineal ni es siempre favorecida por el entorno: ocurren avances y retrocesos, olas democratizadoras y contra olas autoritarias que impactan en la receptividad de las instituciones y en la capacidad de agencia de la ciudadanía.

En suma, ésta, la ciudadanía requiere de la infraestructura del Estado y éste necesita de aquella para su continuidad. Hay una relación de dependencia recíproca. Debilitar la dimensión ciudadana de las personas, es disminuirle energía al Estado que permite el desarrollo comunitario.

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