Ciudadano Citizen / Julio Riquelme

El pueblo es el que manda

¿Cuántas veces y de qué diversas maneras, políticos, figuras públicas y líderes sociales acuden al «pueblo» como instrumento para la realización de sus propios deseos o como escudo para justificar y enaltecer sus propios yerros? Se diría, con razón, que muchas y de todos los perfiles y rincones del espectro de la sociedad. Sin embargo, el uso del «pueblo» como noción abstracta y genérica le ha dado muchos réditos, sobre todo, a los políticos y líderes sociales.
Entender e interpretar la «voluntad popular» se convierte, en este contexto, en una especie de apostolado. El líder, el político o el «intérprete» del «pueblo» es capaz no sólo de comprender lo que éste quiere, sino también de interpretarlo y convertirse en su portavoz y en el garante de su voluntad.
Claro que hay muchas maneras de entender y explicar al líder o al político en su interacción, vinculación o relación con «el pueblo», sin embargo, viene a colación aquí porque ese perfil de liderazgo que pregona el entendimiento total de la voluntad del pueblo y su interpretación y materialización es justamente parte sustancial de la narrativa y desempeño de López, en particular, y de todo el llamado «movimiento» que lo acompaña.
En efecto, para el presidente el concepto o noción del «pueblo» es una herramienta indispensable para la construcción y difusión de su narrativa, pero, sobre todo, para consolidar su intención de concentrar el poder y tomar decisiones extra legales sin perder popularidad o aceptación, sino justamente lo contrario.
Así, un día el «pueblo» le ordena acabar con la corrupción y al otro día el mismo «pueblo» le obliga a brincarse la ley. Y es que, bajo esa lógica, el «pueblo» queda tan indefinido que puede acomodarse o reconstruirse según el mismo López lo desee o lo requiera.
Recordemos, por ejemplo, todo el proceso de cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. En ese penoso caso, López usó y manipuló la noción de la «voluntad del pueblo» para concretar, sin consecuencias políticas, la cancelación de ese proyecto que, a la postre, se confirmaría como uno de los más grandes errores de esta administración.
Este simbólico ejemplo es la pieza inicial de lo que después sería una constante en la administración del presidente, así como de los legisladores y líderes (hoy candidatos) de su partido político. Bajo la consigna de que «el pueblo es el que manda» se desprende cualquier despropósito como, por ejemplo, aquél que asevera que la justicia está por encima de la ley. Y ciertamente, López lo dijo con todas sus letras: «Tenemos el propósito de la transformación; el pueblo nos eligió para impulsarla; hay veces que el cumplimiento de la norma nos detiene, pero tenemos que entender que por encima de la ley está la justicia, y ésta la determina el pueblo; tenemos que hacer lo que pueblo quiere, aún a costa del cumplimiento de la ley» (octubre 2020).
Esta idea puede resultar, en un primer momento, atractiva y muy razonable. Sin embargo, hay un serio problema en ello: ¿Quién y cómo se determina lo que es o no justo? Más aún: ¿Quién y como se determina qué es correcto o no? Podríamos establecer, para fines demostrativos en este texto, que (permítaseme la afirmación) López es un hombre bien intencionado y, además, sabio y justo. Por ello (sigamos en el caso hipotético) sus decisiones no sólo son justas, sino ampliamente populares. Pero si la nación sucumbe a la aceptación de la justicia en manos de un hombre «bien intencionado» por encima de las leyes, desde la Constitución, hasta los reglamentos o normas, ¿Qué pasa si mañana se encumbra uno o muchos que no son ni tan justos ni tan bien intencionados? ¿Cómo se decidiría lo correcto? Ese es el grave problema de la noción de que la justicia está por encima de la ley. «Qué el pueblo decida» decía López cuando se le quitó la candidatura al gobierno de Guerrero a Félix Salgado. El mismo impresentable candidato arengaba al «pueblo» a irse contra las instituciones, contra la ley para que la «voluntad» del pueblo no fuera transgredida.
Esa es la trampa y justo por eso existen las leyes y las instituciones. La democracia que conocemos -con todo y sus imperfecciones- nos permite tener reglas generales aplicables a las relaciones entre ciudadanos, organismos, entidades, organizaciones o países. Son perfectibles, pero ahí están y es la forma más cercana a lo justo o lo correcto.
El político, el líder, por supuesto que explota y administra la natural fricción entre el individuo y las instituciones. También se aprovecha del mal manejo que hacen los funcionarios, políticos y gobernantes que se mueven en ese andamiaje cuando son corruptos, incompetentes o insensibles. Sin embargo, por conveniencia, el líder populista borra la línea divisoria entre el sujeto y la institución y dirá, por lo tanto, que la voluntad del pueblo es destruir las instituciones, pero nunca corregirá la corrupción ni la incompetencia de las personas.
Hoy estamos ante esa situación, ya no podemos llamarle peligro; es una realidad. López está decidido a demoler leyes e instituciones aprovechándose de lo que él llama la «voluntad del pueblo». Los ciudadanos tendremos una oportunidad única este 6 de junio. Ese día, la «voluntad el pueblo» podría darle una sorpresa al que hoy se siente su único intérprete y portavoz.

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