¿Cmo llegamos hasta aqui? / Eduardo Torres Alonso

Después de varios meses de rumores y alguna filtración, el poder Ejecutivo de la Unión ha presentado su iniciativa de reforma político-electoral. No sorprende por, al menos, dos motivos: primero, estaba claro que, en algún momento, se enviaría al Congreso un paquete de modificaciones en ese sentido y, segundo, desde hace más de medio siglo, todos los presidentes de la República, sin excepción, han hecho cambios al marco electoral.

Desde las elecciones de 2018, que dieron el triunfo al actual partido gobernante, se ha construido una narrativa en el sentido de que la democracia mexicana encontró su punto más alto –cuando no su origen– en dicho año. Ciertamente, no puede regatearse nada a lo que ocurrió en ese momento: los contendientes aceptaron el resultado y el poder se trasladó sin incidentes. Un partido y un candidato, autodenominados de izquierda, por primera vez en la historia, tendrían la responsabilidad de gobernar el país.

El triunfo de MORENA y la entrega del gobierno federal por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI) –que representa la tercera alternancia presidencial pacífica– es consecuencia de un proceso muy lento de cambio político que, en sentido estricto, no tiene fecha de inicio.

Este cambio político encuentra su sendero en la vía reformista. Se ha dicho que la mexicana es una «transición votada». Algo hay de cierto: la democracia electoral se fue robusteciendo a medida que se fueron modificando los elementos del sistema electoral y del sistema de partidos. La tímida introducción de los llamados «diputados de partido», en el sexenio de Adolfo López Mateos, fue el primer paso para cancelar la falsa unanimidad política del país. El régimen, por supuesto, no perdió el control de nada. Después, como consecuencia de los sucesos de 1968, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz redujo la edad para ser ciudadano, haciendo, además, irrelevante el estado civil de la persona.

Durante el gobierno de Luis Echeverría se emprendió la «apertura democrática» como medida de conciliación con la sociedad, que consistió, entre otras cosas, en la reducción de la edad para ser legislador, disminuyó el porcentaje para tener «diputados de partido» y el tope de éstos pasó de 20 a 25. Con una aguda crisis económica y política, José López Portillo impulsó una nueva reforma política para reconstruir la confianza y calmar al «México bronco». Los cambios de 1977 fueron, en comparación con las reformas previas, de gran profundidad: legalización de partidos de izquierda antes proscritos, ampliación de la Cámara de Diputados a 400 integrantes, introducción de la representación proporcional, establecimiento del derecho a la información, configuración de los partidos como entidades de interés público, amnistía para integrantes de la guerrilla, etcétera. Las consecuencias de esa reforma se vieron en las elecciones de 1979: los partidos de izquierda (Comunista Mexicano, Popular Socialista y Socialista de los Trabajadores) y de derecha (Demócrata Mexicano), ahora con registro, pudieron tener diputados plurinominales.

Como ya se puede advertir, el siguiente presidente, Miguel de la Madrid, también abordó el tema político-electoral. Su reforma creó la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, amplió la Cámara de Diputados para quedar en su número actual (500 integrantes) y cambió la fórmula de asignación de diputaciones por representación proporcional, pero fue regresiva en el sentido de que la institución organizadora de las elecciones fue dominada por el PRI.  Su sucesor, Carlos Salinas de Gortari, en un ambiente de «demonios sueltos», emprendió tres reformas con la finalidad de hacer que los actores políticos y la ciudadanía confiara en las elecciones. Desapareció la Comisión Federal Electoral y estableció el Instituto Federal Electoral (IFE), que era parte orgánica del gobierno.

La reforma, llamada definitiva, de Ernesto Zedillo respondió a una nueva competitividad de la oposición y a formas más efectivas de organización social. El gobierno, estaba claro, había perdido algunos hilos en el control del sistema político. Estos cambios impactaron en el IFE que se ciudadanizó. Sus nuevos integrantes provinieron de la academia y la sociedad civil. El mapa político había dejado de ser monocolor: el PRI compartía el Congreso de la Unión con el PAN, el Partido de la Revolución Democrática y otras expresiones políticas menores; la oposición era ya gobierno en municipios y entidades federativas, y los congresos locales vivían, con intensidades diversas, la pluralidad. Todo ello hizo que en el 2000 ocurriera la primera alternancia presidencial: del PRI al PAN.

Vicente Fox, el primer presidente de la postransición, inició una reforma política cuyos efectos fueron muy limitados; su sucesor, Felipe Calderón, modificó la ley electoral a partir de una ambiciosa convocatoria para reformar al Estado que estableció la reducción de los tiempos de campaña y la prohibición de la contratación de mensajes de campaña por parte de los partidos. En las elecciones de 2012 ganó el PRI, con Enrique Peña como candidato. Ese partido que, habiendo perdido en el 2000, aún seguía ahí. Con esto se verificó la segunda alternancia: del PAN al PRI. En el marco del Pacto por México, la reforma electoral consistió en la nacionalización de las elecciones con la desaparición del IFE y la creación del Instituto Nacional Electoral.

Esta muy apretada cronología de las reformas electorales y de las alternancias, muestra que la democracia mexicana no tiene, como se ha sostenido, un momento fundacional –ni lejano ni reciente– aunque ha habido coyunturas importantes y elecciones críticas. Lo que ha ocurrido es un proceso acumulativo de diseño institucional con la finalidad de incrementar la confianza en las elecciones y animar la competencia.

La tercera alternancia fue posible merced la movilización ciudadana y por la institucionalización de los mecanismos de la democracia; es decir, por tener reglas del juego aceptadas y con autoridades administrativas y jurisdiccionales reconocidas y capacitadas.

La reforma político-electoral de 2022 se inscribe en este largo proceso de cambio. Su eventual aprobación debe valorar, mantener y fortalecer lo que sirve y transformar lo que no. No se parte de cero. Hay pendientes, pero mucho se ha hecho.

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