Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

No sé qué ideas pasaron por su mente cuando mi querubín, a sus tres años y medio, tomó una de las decisiones más importantes de su vida, pero sí puedo decir que actuó con decisión y sin que le temblara el ánimo.
Caminó sonriente hacia nosotros y con una trampa ingenua pero efectiva, se llevó a su mamá al baño. Sólo quería —nos dijo— lavarse las manos para no ensuciar sus juguetes, y por su estatura requiere apoyo para alcanzar el lavabo.
A pesar de que le hice caso y no me acerqué a ellos, las cortas distancias de estas casas modernas permitieron que yo escuchara su petición:
—Mamá, ¿te quieres casar conmigo?
«¡Traición!», gritó mi alma, y con una sonrisa maléfica me apresté a escuchar la respuesta pérfida que, ¡desgracia de todas las desgracias!, no se hizo esperar:
—Me parece bien —dijo ella, emocionada—, pero, ¿qué hacemos con papá?
—Se puede ir a dormir a casa de abuelos —contestó el niño, cruel en su inocencia, que luego salió corriendo del baño porque no resistió mi jugada más perversa: tomé el control remoto y amagué con cambiar de canal para quitar de la pantalla a su segundo gran amor: «Pepa, la cerdita».
Durante varios minutos estuve rumiando la posible venganza. Debía resarcir la afrenta, limpiar mi honor, y para ello reté al querubín a una batalla a dos de tres caídas sin límite de tiempo en el colchón más grande de la casa.
Es cierto que empatamos, sin embargo yo sostengo que hizo trampa, porque traía puesta la máscara de Spiderman —la cuál le da súper poderes especiales— y además usó la playera del Capitán América.
Por eso, y para aclarar quién era el ganador definitivo del amor de su mamá, nos jugamos la vida en varias carretitas cuesta abajo, en la calle, y con sus cochecitos de metal.
Al final terminamos unidos contra mi esposa, porque ella, con su visión terrenal de la vida, nos urgía a bañarnos para después ir a realizar las compras del súper, mientras nosotros teníamos todavía pendiente un partido de fútbol en la sala y además quedaba en el aire la promesa de unos panes con cajeta.
Esa tarde, mientras le colocaba el cinturón de seguridad, el niño me jaló de la camisa para decirme casi al oído: «papi, soy feliz».
En el trayecto al súper lo hicimos rebotando, porque visité todos los baches del camino. Mientras mi cuerpo iba en el auto, mi mente se dedicó a divagar, preguntándose fidedignamente, hasta dónde llega la capacidad de reflexión de nuestros hijos y cómo los podemos acompañar en los procesos de introspección, análisis y verbalización de sus emociones y puntos de vista.
Charlando el tema con mi esposa, recordamos a un padre de familia que caminaba con su querubín en la mano y quien, justo al pasar delante de nosotros le preguntó: «¿Papá, por qué existe la maldad?»
Por supuesto que nos detuvimos a escuchar la respuesta, pero dos minutos después el señor seguía sin poder articular una palabra y nosotros reemprendimos la caminata.
Y también recordamos la anécdota de una niña de cinco años que toda su vida fue cuidada por su padre, hasta que los apremios económicos lo obligaron a tomar un trabajo que lo mantiene doce horas fuera de casa. Una noche, cuando la mamá llegó al departamento, se encontró a su hija sentada en las escaleras del edificio con un reclamo sincero: «¿Por qué dejaste que nos robaran a papá?»
Por supuesto que todavía no encuentro una respuesta definitiva a mi cuestionamiento inicial, respecto a cómo acompañar a nuestros hijos en sus procesos de análisis y comprensión del mundo. Es más, tengo la impresión de que esa respuesta no existe, sino que se va construyendo en el día a día a través de las necesidades que exterioricen los niños y de otras que nosotros, los adultos, alcanzamos a percibir.
En lo que sí he avanzado, es identificando algunos caminos que de ninguna manera quiero recorrer y tampoco quiero que recorra mi hijo. A través de una amistad me enteré de niños «híper estimulados», que a los tres años ya saben multiplicar y además toman clases de música, idiomas y equitación, para que a los ocho puedan optar por clases de álgebra, literatura y robótica, son políglotas y los hacen pensar en probables negocios futuros.
Son niños que sí existen, aunque no necesariamente caminan entre nosotros porque se mueven en las esferas socioeconómicas más altas del país, y de verdad, son niños que se la pasan preguntándose si no es posible tener una vida menos asfixiante que la que ellos padecen.
En mi caso prefiero que mi querubín se dedique a jugar, a soñar con territorios creados por su imaginación, a recibir y repartir cariño, y si algún día decide ser un especialista muy especializado en especialidades sumamente especializadas donde esté prohibido jugar, él tendrá la libertad de seguir su ideal. En tanto, yo espero tener otra tarde divertida con mi hijo, no sólo porque la paso bien, sino porque es un deleite escucharlo decir: «papi, soy feliz». Hasta la próxima.

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