Cotidianidades…/ Luis Antonio Rincn Garcia

Mirada Sur

Por razones profesionales debí trasladarme al Distrito Federal, ciudad que enamora, fascina y también, en no pocos casos, espanta. Asimismo, y con la intención de facilitar mis traslados, decidí hospedarme en un lugar relativamente cercano al lugar de trabajo y que elegí a través de internet.
De día esta zona es bastante bonita y agradable para recorrer. Sin embargo, al anochecer, la iluminación me parece terriblemente pobre y no hay nada como la oscuridad para despertar pesadillas y traer recuerdos tenebrosos que para nada tienen relación con los espantos de ultratumba y sí con asuntos más terrenales.
Por supuesto que decidí darme valor antes de volver a mi hotel la primera noche de trabajo y para ello recurrí ante un par de compañeros, a quienes les pedí me confirmaran la certeza de que estábamos en un lugar seguro.
—No te preocupes —dijo uno de ellos, delgado, bajito y con cabello largo—. Estamos rodeados de colonias «de gente bien». Las personas acá son muy tranquilas.
Yo sonreí contento y hasta iba a realizar una inhalación profunda para cumplir con el típico «y respiré tranquilo», cuando este amigo completó el escenario:
—Lo malo es que por eso viene mucho maleante. Como saben que la gente de por acá traen algo de dinero, pues vienen a asaltarla.
—A mí ya me intentaron robar por acá —comentó otro, alto, muy robusto y también con cabello largo—. Pero sólo una vez.
—No, a mí si ya me han llegado dos veces —respondió el primero—. Nomás una me quitaron las cosas. Igual no nos hagas mucho caso, por lo general no hay problemas.
Imaginen mi gesto. Pensé un insulto y luego les dije que si algún día pensaban viajar en avioneta, yo conocía a un piloto que «sólo» se había caído dos veces, pero eso sí, en ninguna se había matado, así que se los recomendaba ampliamente.
Media hora después, cuando salí caminando y debí subir a un puente peatonal solitario y oscuro, me iba repitiendo: «no eres un miedoso, no eres un miedoso, no eresun domieso, nomiedo rusones, no remiedo una res».
Iba a la mitad de ese trayecto tenebroso, cuando escuché los pasos veloces y enérgicos de varias personas acercándose a mí. Intenté aguantarme las ganas de voltear, sólo que al percibirlos más cerca me resultó imposible y echando mano de mi mirada más aguerrida, giré para encarar al destino.
Eran tres adolescentes, quizá de secundaria, que tal vez iban tras el colectivo o intentando recuperar el tiempo que perdieron mientras andaban de pinta. Los pobres frenaron en seco y me quedaron viendo con temor. Yo seguí mi camino y ellos, apurados pero sin correr, pasaron a mi lado en silencio.
Pronto estaba yo esperando taxi o un colectivo, lo primero que pasara, cerré los ojos para regañarme por ser tan inseguro y por haber asustado a esos pobres muchachos que nada iban haciendo. Para mi desgracia, al abrirlos frente a mí descubrí a una chica con la mitad del cráneo rapado y la otra mitad tenía el cabello largo, una argolla en la nariz y tatuajes en los brazos. Detrás de ellas, casi custodiándola, estaban dos jóvenes con los ojos pintados de negro y viéndome fijo.
—¿Por acá pasan los peseros al metro General Anaya? —me preguntó la chica de voz tierna, ojos claros y rostro bello.
—No —le respondí con voz aguda, y el aire no me alcanzó para decirles que era del otro lado, cruzando el puente, por eso les hice una seña con un movimiento de mano para indicarles el rumbo que deberían tomar.
—Gracias —me respondieron los tres y siguieron su camino, justo en ese momento llegó el pesero que me acercaba a mi hotel y lo abordé sin haber digerido ese segundo momento de angustia.
Ocupé un lugar detrás de una pareja. Ella regordeta y de cabello rizado, traía a una niña recostada en su hombro. Él, un poco más robusto, iba con el ceño fruncido y cara de pocos amigos.
Yo estaba un tanto descorazonado. No es bonito sentir miedo y la mayor parte de mis temores de esa noche eran producto de mi fantasía, que lo único que estaba logrando era echarme a perder un momento que podía ser tranquilo. «Debo ser valiente», murmuré. El señor sentado delante de mí volteó a verme hosco, regresó a su posición original, abrazó a su esposa y con voz clara dijo:
— ¡Tengo miedo! —al tiempo que apoyaba la frente en el hombro de ella.
La niña —que venía recostada en el otro hombro de la mujer— se levantó y volteó a ver a quien supongo era su padre. Tenía la mirada triste y un tubito salía de su nariz para cruzarle la mejilla derecha y perderse entre su cabello rizado.
—El doctor dijo que va a estar bien —respondió la señora—, ya no te preocupes.
Mentiría si dijera que bajé del pesero con el corazón en su lugar. Vi la calle oscura, descubrí a varias personas caminando con paso apurado y caminé tranquilo, con la certeza de que hay miedos que nunca quiero sentir. Hasta la próxima.

 

 

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *