Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Se trató de un día normal, es más, apenas iba saliendo de esos momentos pizpiretos en los que avanzas entre el tráfico pesado, escuchando insultos de los automovilistas, con peatones atravesándose a las apuradas a pesar de tener un puente encima y motociclistas kamikazes, que salen de cualquier lado y enojados porque tú sí sigues las reglas de tránsito.
Sin embargo, acá su seguro servidor iba animado, sonriéndole a la vida y hasta planeando alguna simpática payasada, pues en pocos minutos me encontraría al querubín saliendo de la escuela y, en verdad, disfruto mucho el reencuentro después de nuestra separación de pocas horas. Además, los dos solemos asistir a esa cita cotidiana no sólo contentos, sino haciendo gestos o pensando en algún chiste que provoque la alegría del otro.
Esa tarde, como si hubiera sabido lo que estaba por ocurrir, una amiga me señaló:
─Como hemos tenido la suerte de acompañar el crecimiento de nuestros hijos, creemos saber por dónde anda su corazón y hasta pensamos que podemos adivinarles los pensamientos. Eso hasta que la vida te saca del error.
La quedé viendo por encima del hombro como diciendo «ese no es mi caso», sonreí con benevolencia y entrecerré los ojos para verme como sensei oriental a quien los vientos mundanos no lo despeinan.
En ese momento salió el querubín, quien me retó a un duelo de gestos chuscos y luego, como todo chamaquito de preescolar, se dedicó a probar mi capacidad de resistencia ante sus deseos de comprar chucherías.
Entonces llegamos al trabajo de mi esposa, a la entrada había un grupo de muchachos trabajando sobre una mesa de jardín, el niño guardó un extraño silencio y cuando bajamos del auto, con seriedad me dijo:
─Ahí está mi amiga.
Y sí, entre esos jóvenes se encontraba una chica preparatoriana, quien siempre recibe a mi hijo con fiestas y un abrazo, al tiempo que él, con no poca timidez, se acerca a recibir las muestras de cariño.
Sólo que esta ocasión algo cambió. El niño sonrió nervioso, caminó con la espalda un poco encorvada y los hombros gachos, y con la mirada brillante me ordenó que desapareciera.
Al rato me pidió dinero para comprar unas galletas que pretendía compartir con su amiga, y si bien lo desilusionó no encontrarla, se olvidó de la pena despachándose todo el paquete el solito, pues no quiso invitarnos ni a su mamá ni a mí.
Por supuesto que me hizo recordar mi primer enamoramiento infantil, más o menos a la misma edad que mi hijo tiene ahora, nada más que en mi caso fue de una prima mayor que yo, quien de vez en vez llegaba de visita a casa de mi tía Luvia. Y también pensé en las decepciones, en los tropiezos y en las alegrías que los enamoramientos provocaron en mi vida, y aunque sonreí al imaginar a mi hijo viviendo sus propias experiencias, fue inevitable desear que cuando le toque pasarla mal, no lo sufra tanto.
E incluso me pregunté cómo podría compartirle algo de lo que he aprendido a través de los años y la experiencia, como por ejemplo, sacarlo del error común de creer que la primera novia o novio «en serio» serán para toda la vida, pues eso sólo ocurre en las telenovelas escritas por personas alejadas de la realidad.
La respuesta, casualmente, la encontré al día siguiente.
Asistí a una charla de mujeres poetas, entre quien se encontraba la maravillosa Gilda Rincón (con quien comparto el apellido pero, hasta donde sé, no somos familia), compositora de innumerables canciones con los Hermanos Rincón y creadora de una gran cantidad de poemas y haikus para niños.
Con su voz suave, ella nos contó que supera las ocho décadas, y que en este momento tiene un nieto de dos años viviendo en Suiza, quien, quizá, poco va a saber de ella, porque la distancia que los separa es mucha y el tiempo que habrán de compartir será, posiblemente, muy poco.
Así que decidió escribir sus memorias, para que si un día ese niño se pregunta por sus orígenes, encuentre en esas páginas que ella escribió para él, no sólo respuesta a sus dudas, sino un poco de la esencia de su abuela.
A partir de esa charla, recordé a mis propios abuelos, quienes echaban mano de su capacidad para materializar fantasmas a través de sus palabras, y así compartirnos parte de lo que fue su mundo y que es de donde venimos.
Ahora, animado por esas posibilidades, he decidido apelar a la palabra escrita y también a las charlas de sobremesa para contarle y recordarle historias que me tocaron protagonizar, pues si bien ─como decía mi amiga─ no siempre sabré por dónde anda el corazón de mi hijo, es posible que si le cuento por dónde anduvo el mío, él pueda tomar mejores decisiones ante sus propias encrucijadas. Hasta la próxima.

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