Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

El entusiasmo de mi amiga era desbordante, no sólo dejaría atrás su puesto de burócrata, sino que además se lanzaba a la vida empresarial con un negocio de costura cuyos diseños —no lo dudaba ella— la pondrían a la altura de Cocó Chanel.
—¿Quieres que te costure una camperita? —me dijo con un tono arrogante que entreveraba el dejo de benevolencia que de seguro usan los dioses para con los mortales.
Yo le dije que sí, aunque no entendí qué me estaba ofreciendo. Y tampoco quise preguntar, para no quedar como un tarugo ante esa futura diseñadora de talla internacional.
Lo que sí recuerdo es que tomó medidas con una minuciosidad casi impúdica, y que debí esperar muchos días para recibir un costal con botones dorados, mangas más largas que mis brazos y un borde inferior que no lograba cubrirme el ombligo.
—¿Te ha crecido la panza? —se atrevió a preguntar la insensata, quien ante mi negativa remató con un simple: —Bueno, un error lo comete cualquiera.
Pocas semanas después, ella estaba trabajando de vuelta en una secretaría estatal, y la anécdota quedó como un chiste antiguo entre amigos de siempre.
Con el tiempo me di cuenta de que ante situaciones laborales donde me topé con errores de mis compañeros, por más graves que fueran, actuaba de modo parecido, sin escandalizarme y además aceptando el reto de encontrar soluciones adecuadas.
Sin embargo, no en todos lados actúo igual.
Hace pocos días llegó el querubín con un libro de cuentos para practicar la lectura de palabras y yo me dispuse a cumplir con mi labor de padre.
Pronto cometió varias equivocaciones, lo cual no me hizo gracia. Armé un par de ejercicios para corregir sus fallas, pero sólo ayudaron a confundir más al niño, lo que fue encendiendo mi enojo, al tiempo que en él aumentaba el nerviosismo.
Un largo rato después seguíamos trabajando. Según yo, apoyándolo en su proceso de aprendizaje, sin embargo él me contó con su mirada que estaba sufriendo una tortura.
Al final el niño estaba a punto de llorar y yo más encorajinado todavía, porque no veía avances claros.
—Mañana continuamos —le advertí, y él asintió con la cabeza.
Pronto comprendí que fui yo quien se estuvo equivocando toda la tarde. Porque el niño apenas está aprendiendo y todos cometemos errores en ese trance, pero yo no sólo olvidé ese detalle, sino que me porté de manera irracional ante los traspiés de mi hijo, y no fui capaz de disculparlo como sí lo hice antes con otras personas que —como yo, como cualquiera— también se equivocaban.
Aunque no tengo claras las razones de ese comportamiento, he pensado que así como a veces el amor se demuestra con cuidados excesivos que inutilizan a nuestros hijos, en otras ocasiones se manifiesta de un modo también desatinado: exagerando nuestras reacciones ante el error cometido.
Al día siguiente lo llamé para pedirle disculpas por haberme enojado tanto, y también le pedí que me diera otra oportunidad para leer de nuevo juntos, bajo la promesa de que esta vez sería divertido.
Él niño dijo que sí a las dos cosas, me dio un beso y para probar que creía en mí, sin que se lo pidiera fue a buscar uno de sus libros. Mentiría si dijera que cambié a fondo, en cambio puedo compartirles que actué distinto. Hasta la próxima.

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