Crnica: Esclavitud familiar

Se llama Eduardo de Jesús; tiene 35 años de edad, 15 de los cuales lleva encerrado en la tienda. Trabaja de lunes a sábado, de cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Los domingos cierra a las cuatro de la tarde y el resto del día suele pasarlo adentro de su casa, a solas porque son días de reunión familiar en casa de su hermana María Esmirna, pero él casi nunca asiste.

Óscar Aquino / Colaboración

[dropcap]L[/dropcap]legó a este sitio hace 15 años. Se llama Eduardo de Jesús, tiene 35 años de edad. En aquella época, una década y media atrás, su padre decidió que no podía seguir viviendo en el pequeño pueblo donde nació. Había pasado buena parte de su vida en ese diminuto pueblo donde nunca sucedió nada importante. Si quería triunfar y salir de la pobreza, necesariamente tenía que irse a vivir a la capital. Así lo hizo. Un buen día juntó todas sus pertenencias, las subió en una camioneta rentada y se fueron él con su esposa y sus tres hijos.
Llegaron a un lugar donde no había casas. Prácticamente todo el rango de visibilidad era ocupado por tierra blanca que muchos años antes fueron rocas. En ese lugar polvoriento, el padre de Eduardo de Jesús compró un terreno. Tenía pensado montar ahí su propio negocio. Durante mucho tiempo antes mantuvo viva la ilusión de convertirse en distribuidor de plásticos, con ello pensaba monetizarse, ahorrar e ir pensando en qué otro tipo de negocios podría dejarle ganancias suficientes para poder dar una vida tranquila a su familia.
Eduardo de Jesús era el segundo hijo. Su hermano mayor, llamado Filiberto, se casó pocos meses después de que llegaron al inhóspito sitio que era su nuevo hogar. Desde entonces vive en otra casa, con su esposa y sus dos hijas.
La hermana menor, María Esmirna, fue la primera en casarse. Ella tenía apenas 16 años. Acababa de entrar a estudiar en la prepa del pueblo donde vivían, entonces fue cuando conoció a un tal Emilio Alfonso, de quien se enamoró hasta el tuétano. Fue su primer amor y hasta ahora ha sido el único. En esos tiempos, María Esmirna y Emilio Alfonso se sentían profundamente compenetrados y entre ambos acordaron dedicarse mutuamente la primera experiencia de amor físico y de pasión juvenil recién nacida. Estaban decididos a hacer el amor, rompiendo el tesoro más querido y protegido por los padres de ambos: la virginidad. El encuentro ocurrió tres semanas después del día en que lo planearon. Emilio Alfonso pagó 350 pesos a un primo suyo para que éste dejara sola su casita por unas horas para que ahí ocurriera la entrega definitiva entre el mismo Emilio Alfonso y María Esmirna.
Ella y él se vieron en la casa indicada. Comenzaba a caer la noche cuando entraron en la sala. Después de estar juntos, platicando, besándose y buscando el valor para comenzar a desvestirse o intentar desvestir al de enfrente, por fin concretaron lo que tanto habían soñado. Hubo alegría, intensidad, miedo, nervios, dolor, placer y amor. Todo eso junto hizo una mezcla que dejó a los dos amantes exhaustos, tendidos sobre la cama, desnudos con sus cuerpos de juventud reciente.
Emilio Alfonso y María Esmirna no han podido olvidar aquel día. Otro día que no pueden olvidar es el que llegó seis semanas después del episodio de amor. María tenía un gesto serio, Emilio mostraba curiosidad. No hubo mucho preámbulo. El nerviosismo de ambos era distinto al que sintieron el día en que se entregaron. El miedo era de otro tipo, ninguno de ellos se notaba muy contento. María Esmirna, sentada en la sala de su casa, le dijo a Emilio en voz baja:
―Tengo miedo. Creo que estoy embarazada―.
Emilio Alfonso puso una cara como de piedra, sintió que se le atragantaba el aliento en la tráquea. Se quedó en silencio unos minutos, manteniendo el rostro que parecía inexpresivo, pero en realidad estaba paralizado del miedo por lo que acababa de escuchar.
―¿Qué vamos a hacer si es así?― preguntó Emilio.
―¿Qué quieres que hagamos?― respondió Esmirna.
―Yo te amo― dijo Emilio con tal franqueza, que María Esmirna se abalanzó encima de él para abrazarlo y decirle que ella también lo amaba. Los dos sintieron paz. Estaban seguros de lo que querían hacer y con esa convicción le dieron la noticia primero a la mamá de María Esmirna y después a su papá. Los señores tomaron la noticia con la sorpresa natural de un caso así. El señor ordenó que se realizara la boda cuanto antes pues no podría soportar que su hija, la menor de la familia, fuera a caer en la boca chismosa de la gente del pueblo.
―Mejor que se casen y que empiecen a hacer su vida juntos― dijo el padre de María.
Emilio y Esmirna se casaron dos meses después, cuando el embarazo apenas era visible. En un enorme salón, las dos familias celebraron la boda. Fue una gran fiesta.
En algún momento del jolgorio, el padre de María Esmirna se puso a pensar que ya sólo le quedaba Eduardo de Jesús, pues tanto Filiberto como Esmirna estaban casados. De sus tres hijos, sólo uno permanecía junto con él y su esposa.
Fue entonces cuando Eduardo de Jesús y sus padres se mudaron al nuevo domicilio. De inmediato, el señor, llamado Eligio, inició su negocio de plásticos, aunque con pocas expectativas al principio porque en el lugar donde estaba el local, únicamente había una casa, todo lo demás era una extensa planicie de tierra blanca. Ante tal situación, fue necesario tratar de vender sus productos en la ciudad, para ello tuvo que conseguir un vehículo. Compró una camioneta amarilla de medio uso, en la cual subían los rollos de plásticos todos los días desde muy temprano, y juntos, padre e hijo se lanzaban a tratar de hacer crecer ese negocio.
Tras algunos meses de arduo trabajo, las cosas siguieron iguales. La situación económica de la familia era precaria. La venta de plásticos no estaba generando el dinero esperado.
Don Eligio hizo varios intentos por volver fructífero el negocio de los plásticos, sin conseguirlo. Hasta que se hartó de la situación y decidió dar un giro a su vida y a sus planes.
A raíz de eso, la vida de Eduardo de Jesús cambió por completo. Su padre decidió invertir lo poco que tenía en comprar productos comestibles. En la central de abasto consiguió botellas de aceite vegetal, frutas, verduras y maíz para moler en el molino que tenía en el patio de su casa. Eduardo de Jesús acompañó a don Eligio ese día. De regreso, el señor explicó a su hijo cuál era el plan.
―Vamos a poner una tienda. Será tuya y tú la vas a atender. Del dinero que entre, te voy a pagar un porcentaje. Este será tu primer trabajo formal―.
La cuadra donde vivían, poco a poco empezó a poblarse. Primero llegó don Aníbal, el viejo sastre, quien había confeccionado más de 500 trajes de etiqueta para los hombres de mayor alcurnia en toda la ciudad y que llegó a este sitio poco después de que falleciera su esposa. Don Aníbal vivía solo en una pequeña casa hecha de bajareque. Ya costuraba muy poco porque por la edad, la vista se le fue agotando paulatinamente y la precisión de sus manos había sido cambiada por un interminable temblor que le hacía malas pasadas al momento de intentar alguna confección.
Al paso de 16 semanas, después de don Aníbal llegó el señor Mario, el cantante. Un hombre que durante su juventud compuso cientos de canciones; algunas las cantó él mismo y otras las vendió a otros artistas de la ciudad. La mayoría de las canciones que compuso, estaban dedicadas al amor de su vida, Lourdes del Carmen, también conocida como «Yuya». En algún punto de su vida, don Mario alcanzó a ser famoso localmente. Las damas cantaban las melodías a pulmón suelto, interpretaban las canciones como si estuviesen dedicadas especialmente a ellas. Todas deseaban ser Lourdes del Carmen.
Por las tardes, en su nueva casa, don Mario solía cantar y tocar su guitarra de Paracho. Su voz poderosa se podía escuchar por toda la cuadra. En casa de don Aníbal, en casa de Eduardo de Jesús y en toda la planicie blanca.
«Por tu amor me estoy quemando vivo, por tu amor estoy que no respiro. Por sentir de nuevo tu esencia, me gana la impaciencia y me quiero morir». Con esas frases y otras, Mario llenaba el ambiente cada tarde, como un ritual que comenzaba a las 18:45 horas y finalizaba en punto de las 20:30. Eran pequeños conciertos diarios en los que no se repetía el repertorio pues la lista de composiciones era tan amplia que podía dar esos pequeños conciertos caseros, de lunes a viernes, sin que sonara dos veces una canción en toda la semana.
Las únicas excepciones sucedían cuando a Mario le ganaba el sueño desde muy temprano, cansado de tanto llorar la ausencia de su amada Lourdes del Carmen. Adentro de su casa, Mario hablaba con la foto de su esposa, besaba los ojos del retrato y en voz baja le juraba que nunca volvería a amar a nadie como a ella.
Eduardo de Jesús empezó a trabajar con el sistema indicado por su padre. Todos los días se despertaba a las 5:20 de la mañana. Se aseaba, después preparaba y bebía un poco café, hacía una pequeña oración a San Judas Tadeo y a más tardar a las seis de la mañana abría las puertas de la tienda. En algún momento del día, tenía que ir al patio de la casa a moler el maíz y vender la maza con la poca gente que tenía cerca. El resto del tiempo lo veía pasar ante su cara, sentado en un pequeño banco de madera. Tres veces al día, sacaba una franela gris, vieja y raída, con la que limpiaba el polvo de los estantes donde exhibían los productos. Limpiaba también, una por una, toda las botellitas de aceite de cártamo, las bolsitas con frijoles, las verduras y el resto de la mercancía.
Los meses se convirtieron en años y Eduardo de Jesús siguió al frente de la tienda. Prácticamente encerrado en ese lugar, pasó el tiempo y en la cuadra hubo gente nueva. Llegó doña Margarita, una señora que no era de ahí, pero tenía el sueño de construir un hotel en ese lugar. Era una mujer de carácter fuerte y voz grave.
Posteriormente murió don Aníbal el sastre. Su casa fue derruida y en su lugar construyeron una casa más grande y moderna, que fue ocupada por los seis integrantes de un conjunto musical que recién llegaba a esa tierra proveniente de su natal Cuba. En cuanto se instalaron, los seis músicos inundaron la cuadra con las melodías de sus ensayos. Casi siempre ensayaban al medio día.
Doña Margarita, en los comienzos del hotel, acostumbraba cantar piezas románticas mientras preparaba las ollas de comida para los posibles huéspedes. Aunque muchas veces se quedó con toda la comida por la total ausencia de visitantes, para todos los vecinos, la hora de la comida se había vuelto como el segundo acto de un espectáculo musical compuesto de tres partes que a diario se escuchaban por todo el lugar.
Conforme fue llegando gente a radicar en la zona, Eduardo de Jesús sintió cómo la cantidad de trabajo para él aumentó paulatinamente.
La modernidad llegó a esa cuadra. Las calles fueron pavimentadas, se abrió un camino rápido cerca de ahí y el flujo de automóviles aumentó. Había dejado de ser la zona inhóspita que fue al principio, cuando Eduardo de Jesús y su familia llegaron. El movimiento de personas y de coches incrementó considerablemente. Las exigencias en la tienda aumentaron también, por ello don Eligio decidió agregar nuevos productos, así que llenó la camioneta amarilla con mercancías de todo tipo. Compró navajas de afeitar, encendedores, pan dulce, refrescos, harina de trigo y otras cosas. La tienda creció.
Don Eligio se dio cuenta de que el negocio empezaba a ser lo que él quería. Las ganancias incrementaron tanto que el señor empezó a usar relojes, se compró varios de diferentes marcas y los presumía por donde iba. Compró una televisión enorme, a colores, con la que dejó boquiabierta a su esposa, una señora de poco mundo que muy rara vez salía de su casa, donde pasaba sus horas entre la cocina y la recámara, leyendo novelas, preparando la comida familiar todos los días, hasta la tarde fatídica en la que bebió tantas cervezas que tropezó al intentar saltar desde un escalón en el patio. Ese día, por el golpe sufrió parálisis facial, la boca se le desvió hacia la izquierda, se le volvió complicado hacerse entender hablando porque más que hablar, balbuceaba.
El último en llegar a la cuadra fue el doctor Melchor. Cuando terminaron de construir su casa, uno de sus mayores orgullos fueron los dos enormes pinos sembrados en el jardín de la entrada. Uno de los pinos era más alto que el otro. Desde el primer día, esos árboles se convirtieron en el hogar y punto de visita de innumerables aves de todos tipos y todos colores, las cuales acudían puntualmente cada día a las siete de la mañana para comunicarse entre ellos con sus trinos. Llegaban aves azules con largos y delgados picos, también las amarillas de pecho negro. Las tórtolas pasaban diariamente volando por encima de todos. En primavera, el cielo era atravesado por enormes parvadas de loros y cotorras. Los pájaros alegres llenaban de vida el ambiente y con ellos se complementaba el espectáculo musical cotidiano.
A las siete de la mañana, las aves con sus cantos despertaban a los vecinos. Al medio día, el conjunto cubano hacía subir la temperatura con el sabor de los sones que interpretaba, a la hora de la comida, la grave voz de doña Margarita le ponía el sabor especial a sus platillos y por la tarde, don Mario cantaba con melancolía a la memoria de su eterna amada.
La música estaba presente todo el tiempo en esa cuadra. Esa cierta magia que generaban los acordes y las voces afinadas, tenía embelesado a Eduardo de Jesús, quien por disfrutar de aquel espectáculo, no se percató de muchas cosas que estaban sucediendo.
Un día, su padre lo llamó al patio de la casa para pagarle su parte de las ganancias correspondientes al mes de noviembre. Ese mes, la tienda recibió 10 mil 563 pesos, por lo tanto a Eduardo de Jesús le corresponderían cinco mil 281 pesos con 50 centavos, es decir, el 50 por ciento. Pero su padre únicamente le entregó tres mil 825 pesos.
―Me está pagando menos de lo que es― le dijo a su padre
―Si no lo quieres, mejor para mí, me quedo con todo―.
Eduardo de Jesús se sintió furioso ante el evidente abuso del que estaba siendo víctima por parte de su propio padre. Desde que comenzó a ganar dinero con su tienda, don Eligio se volvió avaro, obsesionado por la posesión de billetes de las más altas denominaciones. Era un sujeto que por primera vez estaba sintiendo la encantadora textura del papel moneda y que no sabía qué hacer con el efectivo. Por eso decidió racionarle los pagos a Eduardo de Jesús y guardar en un lugar secreto el resto del dinero.
Al transcurrir 10 años, Eduardo de Jesús se convirtió en un auténtico esclavo de su padre, quien lo obligaba a despertar a las cinco de la mañana y a las cinco y media estar listo para atender a los clientes de la tienda. Ahí, adentro del local, pasaban los días, las tardes y parte de las noches pues a las 22 horas era el momento de cerrar el negocio.
Un día quiso pedirle a su padre que le diera oportunidad de estudiar la preparatoria. Don Eligio dijo que no.
―Para qué quieres escuela si aquí en tu propia tienda estás ganando buen dinero― argumentó el viejo.
En realidad, el que estaba ganando el dinero era don Eligio. A esas alturas ya había mandado construir más habitaciones en su casa y había comprado una camioneta nueva. Mientras, Eduardo de Jesús seguía casi en las mismas que al inicio de su esclavitud.
―Tú naciste para trabajar y lo estás haciendo muy bien― Le dijo don Eligio en el día de su cumpleaños número 26, 11 años después de que todo esto comenzara.
Eduardo de Jesús siempre fue un sujeto muy inteligente. En la tienda desarrolló su talento de hacer cuentas mentalmente al sumar los precios de todos los productos que llegaba a comprar la clientela. Por eso se hizo conocido entre todos los vecinos. Toda la gente saludaba a Eduardo de Jesús con cariño y con cierta compasión pues sabían que en el fondo estaba sufriendo al no tener la posibilidad de salir de esa tienda casi en ningún momento.
Cerca de esas fechas, a la cuadra llegó Marina Guadalupe, una chica de 21 años de edad, encargada de vender jugos con fórmulas nutricionales secretas que hacían crecer la fuerza de quienes los bebían. El día que ella llegó, Eduardo de Jesús la vio con amor desde el primer momento. No pudo separar la vista todo el rato que ella se tardó en colocar los muebles y los trastes en el local donde comenzaría su venta de jugos milagrosos.
Don Eligio vio a su hijo absorto observando a Marina Guadalupe. Le dio un par de palmaditas en la espalda y le dijo:
―Ni te emociones con la muchacha. A qué hora la vas a ver y estar con ella si trabajas a diario más de 17 horas―.
Eduardo de Jesús pudo descubrir el tamaño de la desfachatez de su padre.
La venta de jugos de Marina Guadalupe sólo duró medio año. En ese tiempo, Eduardo de Jesús sólo tuvo oportunidad de hablar con ella en dos ocasiones. En una de ellas, don Eligio lo vio y con un grito le ordenó regresar adentro de la tienda a limpiar los estantes. Eduardo de Jesús no pudo ocultar la humillación. Marina Guadalupe, al poco tiempo, se fue de ahí a vivir en otra ciudad.
Eduardo de Jesús lleva 15 años encerrado en la tienda. Trabaja de lunes a sábado, de cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Los domingos cierra a las cuatro de la tarde y el resto del día suele pasarlo adentro de su casa, a solas porque los domingos son días de reunión familiar en casa de su hermana María Esmirna, a las que él casi nunca asiste.
Don Eligio batalla para cargar a su esposa que tiene paralizada la mitad del cuerpo, aun así la lleva todos los domingos a las fiestas familiares. A veces, la señora se emborracha bebiendo cerveza con sus hijos. No puede hablar y en esos momentos de cariño es el único tiempo en el que se siente viva.
En la cuadra, la música de los cubanos, de doña Margarita y de don Mario se escuchó tantas veces que se volvió irrelevante. Nadie se queda encantado al escucharlos. Las aves aún se postran en los pinos, en la casa del Doctor Melchor y en las mañanas trinan a toda potencia, aunque ya nadie se despierta con ellas.
Eduardo de Jesús conoce la historia de todos sus vecinos, a veces las platica con un tono como de telenovela. Nunca ha ido a la prepa, pero en la tienda se volvió un tipo muy inteligente. Sin embargo, la lucidez no le ha alcanzado para armarse de valor y rebelarse contra la esclavitud que le impuso su propio padre.

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