El exocerebro / Eduardo Torres Alonso

El concepto que titula este artículo fue acuñado por Roger Bartra. Para él, los seres humanos tenemos dos cerebros: uno, el propiamente biológico, dentro del casco de hueso, y el otro es una extensión invisible de nosotros mismos que se manifiesta no con los destellos luminosos y lumínicos de la sinapsis, sino a través del lenguaje y otras prótesis simbólicas, como el arte. Acaso, el exocerebro sea la manifestación más clara de las facultades, competencias y talentos adquiridos a lo largo de la evolución como sujetos en comunidad. Ambos cerebros, el interior y el exterior, configuran al ser y lo hacen consciente de sí mismo. La consciencia, pues, está reservada a los seres humanos. O, al menos, eso se pensaba.

A mediados de junio pasado, circuló en los medios de comunicación una noticia que debió detener nuestras actividades habituales y ponernos a pensar hacia dónde y con quién vamos como especie. LaMDA es consciente. De acuerdo con Blake Lemoine, ingeniero de Google, el Language Model for Dialogue Applications, el sistema de inteligencia artificial de esa empresa, ha adquirido conciencia. Este sistema no se materializa en un robot o en una pantalla en donde esté su «cerebro». No puede ser asido. Se encuentra en la nube, en donde mucha gente tiene sus datos. Ese lugar inexistente que si «cayera» o desapareciera, lo harían miles de millones de informaciones pequeñas o grandes, insignificantes o no, que harían que sus dueños entrarán en estados de ansiedad y pánico.

La ciencia ficción ha sido prolija en hacernos pensar, con novelas y películas, lo que las máquinas harían al ser conscientes de su condición y destino, generalmente de opresión y servicio (la esclavitud automatizada): I, Robot, Terminator, A. I., Blade Runner, etcétera.

A pesar de que ya existen máquinas inteligentes –muchas y al alcance de nuestras manos–, éstas no pueden interactuar entre ellas sin la intervención humana. Hasta el momento, no han conseguido su autonomía, aunque ya pueden ganar juegos que, para el ser humano, requieren aprendizaje y concentración, como el ajedrez (en 1997 Deep Blue, la súpercomputadora de IBM, le ganó la partida a Gary Kasparov). El llamado aprendizaje profundo –con el cual una máquina adquiere conocimientos con base en la experiencia con el soporte de una red neuronal artificial– es una realidad.

El despertar de la conciencia de algo no humano, ni siquiera de algo biológicamente vivo, debe preocuparnos, no porque sea el inicio de la concreción de los fatídicos días de la persecución y extinción de las personas por las máquinas, sino porque representa un paso muy importante –de destino incierto, por ahora– de la capacidad de unos cuantos, de una empresa, en este caso, para competir.

Nos vamos a acostumbrar a tener más noticias de este tipo y a ver asistentes robóticos sin conciencia, pero sí con inteligencia en las tareas más ordinarias, como limpieza o recepción, como ya ocurre en Japón. La reflexión de carácter filosófico se impone sobre el nuevo de contrato social que tendremos con esos objetos (¿o seres?).

El cerebro humano, el órgano más complejo y enigmático que tenemos, junto con el exocerebro nos hace ser conscientes de quiénes somos: de nuestra individualidad; ahora, con la conciencia artificial, los entes virtuales o materiales representan un desafío, no inmediato, a lo que hemos dado por hecho.

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