El humanista/ Javier Aguilar Roque

México lindo y querido pero, ¿en realidad el pueblo es sabio?

La popularidad de figuras del entretenimiento en el ámbito político y social en México revela un fenómeno de transformación cultural, donde los ídolos ya no se limitan a sus campos originales, como la música, el deporte o el espectáculo, sino que incursionan en espacios de poder e influencia. La inclusión de estas figuras en la política y su éxito electoral nos habla no solo de la influencia de los medios, sino también de una sociedad que a veces parece valorar más el carisma y la fama que la capacidad y el conocimiento.

La idolatría hacia personajes que provienen del entretenimiento, como Sergio Mayer o Cuauhtémoc Blanco con su trayectoria en el futbol, que pasaron de ser celebridades a ocupar cargos públicos, es un síntoma de cómo las líneas entre la política y el espectáculo se difuminan. En este contexto, el consumo masivo de programas chatarra como La Casa de los Famosos o las series de narcotráfico refuerzan una narrativa de celebridad que no está necesariamente vinculada a la reflexión crítica, sino al entretenimiento inmediato. Es decir, la fama parece volverse el único filtro de legitimidad.

El problema no radica tanto en que personas del entretenimiento incursionen en la política, sino en qué valores o capacidades se priorizan al seleccionarlos como líderes. ¿Estamos eligiendo a quienes demuestran compromiso con la justicia social, la educación, o el bienestar general? O, más bien, ¿nos dejamos llevar por la espectacularidad de sus vidas privadas y sus apariciones mediáticas?

La fascinación por las narcoseries, los reality shows vacíos de contenido reflexivo y los «corridos tumbados» refleja una especie de normalización de la violencia y del éxito rápido, sin considerar el impacto profundo de estas narrativas en la formación de valores en la sociedad. Estos productos culturales tienden a presentar modelos de éxito basados en la agresividad, el poder ilícito o la superficialidad, en lugar de promover figuras que fomenten el pensamiento crítico, el respeto o el trabajo comunitario.

Lo preocupante de este fenómeno es que puede desplazar la valoración de la inteligencia, la ética y la integridad en la política. Las y los ciudadanos podrían volverse más susceptibles a elegir líderes carismáticos pero con pocos conocimientos o experiencia en la gestión pública, con consecuencias negativas para la calidad de la democracia.

En resumen, la tendencia de admirar figuras del espectáculo convertidas en políticos es parte de una cultura mediática que tiende a simplificar las complejidades del liderazgo, aplaudiendo lo visible, lo ruidoso, y lo viral. Si queremos mejorar la calidad de nuestros líderes y de nuestra sociedad, necesitamos replantear la forma en que consumimos contenidos y a quiénes elegimos para admirar, buscando no solo entretenimiento, sino modelos de conducta que realmente contribuyan al bienestar colectivo.

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