Galimatias / Ernesto Gmez Panana

Septiembre 11

Galimatías dedicado a mi tía Blancolla, que ayer conmemoró cincuenta años del concierto de Avándaro. De que no le dieron permiso de ir a Avándaro.

Septiembre 11, 2001. El humo. El olor a incendio, el silencio, las sirenas, el polvo. La incredulidad sucede a la confusión. Al Qaeda fue el nombre que todos los noticieros repetían, junto con la foto de un hombre barbado. Envidian nuestra democracia, declara Bush al tiempo que anuncia una embestida contra el terrorismo de Osama Bin Laden, millonario árabe que hizo negocios con la Casablanca en tiempos de Ronald Reagan y a quien se le responsabilizó -convertido en enemigo- de ser el autor intelectual del 9/11. Veinte años duró EEUU en Afganistán, en un mes abandonaron aquel país las últimas tropas, derrotadas. La democracia no triunfó, hoy gobiernan los Talibanes, que eran «lo peor» hace veinte años, pero que ante organizaciones como el Estado Islámico palidecen. Miles de vidas, miles de millones de dólares en ambos bandos, y como siempre, en la democracia suelen ganar los ricos -también de ambos lados- y los muertos ponerlos siempre las familias más pobres -también de ambos lados.

Septiembre 11, 1973. El humo. El olor a pólvora. Los gritos de los militares, las botas marchando. Los aviones sobrevolando el palacio presidencial y los generales presionando para que el socialista Salvador Allende renuncie a la presidencia. Allende pone en riesgo a la democracia, sostenía Pinochet y los EEUU coincidían. Allende muere -están quienes afirman que se suicidó antes que incumplir con su pueblo. Están también quienes afirman que fue asesinado. Ambas versiones hablan de democracia, de dañarla o protegerla. Depende el cristal. El costo social sin duda fue muy alto pero hoy esa semilla sangrante da frutos, Chile vive una democracia notablemente sólida y estable, la mejor muestra de ello es su alternancia partidista. Diecisiete años de régimen militar y al menos treinta mil víctimas de prisión y tortura son un precio alto. Sin duda. Como sociedad, los chilenos hicieron que valiera la pena, que del dolor se aprendiera y hoy son una democracia. Una mejor democracia.

Septiembre 11, 1971. El humo, el olor característico, el ruido, el tránsito intenso. Se esperaban cinco mil asistentes. Se calcula que hubo más de doscientos cincuenta mil. Es el Estado de México, en un poblado junto a Valle de Bravo. Es Avándaro, esa especie de Woodstock mexicano en el que la juventud de aquel entonces desbordó sus deseos de libertad -el país venía de un dos de octubre en el que la juventud fue masacrada. En aquellos años, un gobierno autoritario y conservador prohibía cualquier clase de concierto juvenil en el entonces Distrito Federal. Temían a la organización de los jóvenes. Temían al cuestionamiento. México era una especie de «democracia institucional» que además de conservadora y autoritaria, era también adultocentrista. En Avándaro ciertamente no se criticó al gobierno ni a su partido; tampoco se armaron comandos guerrilleros ni políticos de oposición hablaron de democracia electoral ni de mal gobierno. Lo que si, mujeres y hombres bailaron sin pausa -y algunos también sin ropa-, se cantó en español -cosa que estaba también prohibida- y en inglés y se fumó mucha mota. Libertad. Avándaro también tuvo que ver con nuestra democracia, con eso que hoy somos.

Lo dicho. La democracia es un camino. No una meta.

Oximoronas. Inevitable en septiembre aludir también a la amarga y asombrosa coincidencia en la fecha de los sismos de los diecinueve de 1985 y 2017 y del día ocho de los años 2017 y 2021, pero no es más que eso, una impactante coincidencia. Los sismos, los socavones y las lluvias inmensas, junto con el COVID, son la prueba de que el ser humano es un grano de arena más en esa playa que es la evolución del planeta. Será, la tierra, con humanidad, sin ella o a pesar de ella.

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