El investigador del Centro INAH Morelos, Eduardo Corona Martínez, elaboró un mapa sobre cambios en la distribución de esta ave, con base en el registro arqueológico
Aquínoticias Staff
En una boda, un bautizo, en una primera comunión o el festejo de unos quince años y, por supuesto, en las celebraciones navideñas, el guajolote es un elemento de la gastronomía mexicana que no puede faltar en la mesa. Relleno, deshuesado, al horno, asado, miles son las recetas para poder preparar esta ave, la cual desde la época prehispánica ha protagonizado diversos manjares en ofrendas y rituales.
También conocido como pavo, esta ave salió del continente en el siglo XVI y en ese lapso se convirtió en un elemento crucial de la alimentación cotidiana mundial, sobre todo procesada como fiambre en los refrigeradores de las tiendas pero, para llegar ahí, su historia no es lineal ni sencilla.
En el texto El guajolote, una historia geográfica compleja, del número 963 del suplemento cultural El Tlacuache, el investigador de la representación en Morelos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Eduardo Corona Martínez, manifiesta que en México se produce y consume poco esta ave. En 2019 se calculaba que una persona comería cerca de kilo y medio, siendo el fin de año cuando se consume el 83 por ciento de la producción mexicana, sin embargo, no se cubre la demanda nacional y se importa lo que falta.
En el escrito publicado en ese órgano de difusión del Centro INAH Morelos, el paleontólogo explica que si bien de esta ave se conocen dos géneros originarios de Norteamérica: el ocelado (Meleagris ocellata) y el norteño (Meleagris gallopavo), este último es el más conocido y el que ha alcanzado una distribución mundial gracias a sus intensas interacciones con los humanos, lo que ha dificultado desentrañar su distribución geográfica natural y su proceso de domesticación.
El investigador comenta que desde el siglo XX, se estimó que en México existieron tres subespecies del guajolote norteño, dos de ellas consideradas relevantes: la mexicana, que ocupa el centronorte del país; la intermedia, en el noreste, y una tercera llamada gallopavo, ubicada en centro y sur del territorio nacional.
La distribución del guajolote norteño, por su registro más antiguo, muestra que es una especie de filiación neártica, asociada a bosques templados, es decir, propia del Altiplano de México, misma que coincide con la de las subespecies mexicana e intermedia.
«Pero considerando datos de campo del siglo XX, y combinándolos con los de las crónica de la Conquista, se planteó que la distribución de la subespecie de guajolote «gallopavo», abarcó los estados de Michoacán, Guerrero, Estado de México, Distrito Federal, Puebla y Veracruz».
Aclaró que, de manera natural, esta especie no se encontraba en esa región, aunque existen registros prehispánicos de restos del ave, por tanto, no se puede determinar si las poblaciones del centro del país en esa época eran naturales o fueron domesticadas.
Para tratar de analizar este tema, a partir de diversas bases de datos, el investigador del Centro INAH Morelos construyó un mapa que expresa los cambios en la distribución del ave con base en el registro arqueológico en localidades mexicanas, el cual abarca desde hace 11 mil años, aproximadamente, hasta el siglo XVI.
En el mapa se puede observar que durante la etapa Lítica, la distribución tiende a ubicarse en el Altiplano de México, congruente con su distribución natural y sugieren que fue parte de los escenarios ambientales que conocieron los primeros pobladores en el Pleistoceno Tardío.
Para el Preclásico, los registros se concentran en la Cuenca de México, Puebla y Morelos, de este último se documentó un ejemplar completo de guajolote como parte de una ofrenda de entierro de un personaje femenino; mientras que los de la primera entidad parecen estar asociados a las etapas tempranas de domesticación del maíz; para este momento ya está ligado a los contextos culturales, utilizado como alimento, y adquirió características simbólicas en los contextos de filiación olmeca en Morelos.
La hipótesis es que estos grupos olmecas —en una etapa por determinar— fueron los primeros en llevar el guajolote hacia las zonas de vivienda, incorporándolos en su economía y modo de vida, lo que facilitó que se le atribuyeran elementos simbólicos, a diferencia de otros sitios donde solo se encuentra como resto alimentario.
En el periodo Clásico, la presencia de esta ave se expande hacia toda Mesoamérica, y se le encuentra tanto en Teotihuacan como en otras localidades del centro de México (Morelos, Puebla, Hidalgo), además del occidente (Jalisco y Michoacán) y, por supuesto, en la zona maya.
En el Posclásico se mantiene su presencia en la zona maya (Campeche, Yucatán, Quintana Roo), donde se registran tanto el guajolote ocelado como el norteño; su expansión se manifiesta en sitios del norte: Zacatecas y Chihuahua, con claras asociaciones hacia la región de los Cuatro Pueblos del suroeste de los Estados Unidos, donde también cobra importancia, aunque no se sabe con certeza si fue introducido desde Mesoamérica o fue un evento independiente.
Para la época colonial, se cuenta con diversas crónicas, cuyos datos permiten asumir que a lo largo del periodo Posclásico y durante el proceso de Conquista, el uso de esta ave como recurso alimentario se fue extendiendo hasta llegar a las islas del Caribe, como señala Fernández de Oviedo, y hasta Costa Rica, en el sur.
Gracias a esta información se sabe que los pueblos mesoamericanos, sobre todo los de filiación mexica, tenían una importante relación con el guajolote, aunque no era un objeto de consumo generalizado en la población, así como tampoco lo eran patos, palomas y codornices, puesto que estaban reservados para los personajes principales.