Por Mario Escobedo
En tiempos de turbulencia política y cultural, el mundo mira hacia Roma. Y no es para menos: la eventual sucesión del papa Francisco será mucho más que un relevo religioso; será un termómetro de la orientación ideológica global. ¿Cómo se posicionará el próximo pontífice frente a los desafíos del siglo XXI: migración, pobreza, sexualidad, medio ambiente? ¿Retrocederá la Iglesia hacia rigideces doctrinales, o continuará la senda de apertura cautelosa que Francisco inauguró?
La elección de Jorge Mario Bergoglio en 2013, tras la histórica renuncia de Benedicto XVI, no fue un accidente. Llegó en un momento de crisis profunda: escándalos de pederastia, filtraciones internas (el célebre Vatileaks) y una Curia fracturada. El cónclave apostó entonces por una figura que, sin romper la tradición, supiera recomponer la legitimidad eclesial. El resultado fue un pontificado de fuertes gestos simbólicos y una retórica de misericordia, pero no exento de contradicciones ni de enemigos internos.
Francisco se ganó el favor de muchos sectores progresistas dentro y fuera de la Iglesia: migrantes, ambientalistas, minorías olvidadas. Su encíclica Laudato Si’ marcó un antes y un después en la reflexión católica sobre la crisis ecológica. Su insistencia en una «Iglesia hospital de campaña» —más preocupada por curar heridas que por dictar sentencias— reavivó la esperanza de millones. Sin embargo, sus pasos más audaces quedaron frecuentemente atrapados entre los límites del dogma y las presiones de sectores conservadores.
Hoy, cuando las ultraderechas resurgen en Norteamérica, Sudamérica y Europa —de Estados Unidos a Argentina, de Italia a Bulgaria—, el próximo papa no será simplemente un líder espiritual: será un actor político de primer orden. ¿Se reafirmará la Iglesia en su opción preferencial por los pobres y los migrantes, o se replegará hacia posturas más cerradas y nacionalistas, en sintonía con los nuevos vientos reaccionarios?
La elección papal podría definir el tono moral con que se aborden temas cruciales en las próximas décadas. No olvidemos que los discursos papales impactan en el diseño de políticas migratorias, en la protección ambiental, en la promoción (o negación) de los derechos sexuales y reproductivos, incluso en los discursos de odio o de inclusión que circulan por el mundo.
¿Será el próximo papa un reformista moderado que consolide la apertura iniciada por Francisco, o un restaurador que busque devolver a la Iglesia su imagen preconciliar de fortaleza doctrinal y poder político? ¿Veremos una Iglesia aún dispuesta a abrazar a los descartados o una que prefiera blindarse frente a las complejidades de un mundo cambiante?
La respuesta importa, y mucho. En momentos en que los muros se levantan más rápido que los puentes, y en que las políticas de odio ganan terreno, el Vaticano sigue siendo un actor capaz de incidir en las conciencias colectivas.
La sucesión papal, por tanto, no solo concierne a los creyentes. Nos concierne a todos: creyentes, agnósticos, laicos, políticos, migrantes, activistas ambientales. La elección del nuevo pontífice será un espejo de nuestro tiempo. Y también una brújula: nos dirá, quizá, si el mundo caminará hacia la compasión o hacia el repliegue; hacia la solidaridad o hacia el endurecimiento.
La pregunta no es solo quién será el próximo papa, sino qué mundo queremos que su pontificado inspire.